El camino empedrado, con
guijarros de punta, que viene siguiendo la política española desde el golpe de
timón que supuso la moción de censura del “todos a una” por la toma de la
Moncloa acaba de cubrir una etapa clave. Y, como siempre, la derecha moderada
no se ha enterado. Quien sí ha reaccionado, admirablemente, ha sido el hijo de
un político ambicioso y responsable, en cuya figura aparecen cada vez con más
intensidad las luces y las sombras, y al que, en todo caso, debemos que el
susodicho asalto se haya diferido durante una generación.
Si buscan la carta en la que
Adolfo Suárez Illana explica —a quien todavía interesen estas cosas— por qué ha
protagonizado el primer desmarque de calado que sufre el Partido Popular en la
presente legislatura podrán comprender el valor que sus palabras tienen para la
Historia de España. El hijo del artífice de la transición —reitero que con su
inevitable carga de vicios y virtudes— a la sazón miembro de la mesa del
Congreso, ha tenido la gallardía de romper la disciplina de voto al hacerlo en
contra de la Proposición No de Ley presentada por socialistas, comunistas y
podemitas, para retirar condecoraciones a funcionarios y autoridades
franquistas, siempre —claro está— bajo criterio gubernativo. El partido de
Suárez había dispuesto la abstención, pero él prefirió ser leal a su conciencia
y a su padre. Es, como digo, un gesto crucial aunque las consecuencias
prácticas inmediatas no lo sean, desde luego.
Insisto en la lectura de su
carta, porque en ella están los ingredientes para interpretar, en toda su
gravedad, la tesitura actual de la vida nacional. Si tuviera que entresacar una
frase de ella, sin dudarlo sería ésta: “Una cosa es cambiar “la” Constitución y
otra muy distinta pretender cambiar “de” Constitución”. Lo escribía Suárez
Illana a raíz de otra frase para la historia, cual era la pronunciada por el
ministro de Justicia en el pleno del Congreso al referirse a la actual “crisis
constituyente”. Ahí queda eso.
Muchas veces hemos pensado que
uno de los principales errores de la transición fue la autoconversión de las
Cortes elegidas en junio de 1977 en Cortes Constituyentes. De ahí arranca la
exagerada representación de las fuerzas centrífugas, cuyos frutos en el tiempo
no dejamos de padecer desde el último y débil Gobierno de Rajoy. Aquel arco
parlamentario, votado ya con plena libertad, debió convocar elecciones para otras
Cortes Constituyentes, como mandan los cánones democráticos, y no erigirse en
redactor de un proyecto de Carta Magna mediante unas comisiones con presencia
determinante de los nacionalistas mientras fuera las metralletas etarras
humeaban a diario. El pueblo español no eligió Cortes para que alumbrasen una
Constitución. Puede que si se les hubiera encargado tal menester los resultados
hubiesen sido distintos. En todo caso, aquellos legisladores tuvieron en su
mano elaborar una Ley Electoral mejor que la vigente y no lo hicieron.
Resulta obvio que las Cortes
actuales tampoco son constituyentes. Por lo tanto, hablar de crisis constituyente
vuelve a sonar a autoerección de poder tal. La extrema izquierda española,
junto a los separatistas y filoetarras, jamás han tenido una oportunidad como
la actual composición del Parlamento para introducir una “crisis
constituyente”. O sea, un cambio de régimen gradual. O como decía Alfonso
Guerra del caso catalán, que subyace bajo todo esto, “un golpe de estado a
cámara lenta”. Y Adolfo Suárez Illana no quiere bailar en esa danza siniestra.