En vías de reducción a la
cautividad del coronavirus que marcará al 2020 como “el año de la peste” de
nuestras vidas, asistimos al lento retorno de algo que nunca pensamos celebrar
como una fiesta, bien que mitigada por el luto de los que se fueron en condiciones
muchas veces indignas de una sociedad tan pagada de sí misma como la nuestra.
Extraviados en el recuento de víctimas sobre un campo de batalla que se parece
mucho al descrito por Víctor Hugo en “Los miserables”, nuestros gobernantes
atan los penúltimos nombramientos alarmistas en orden a garantizar que
cualquier disidencia queda tarada para un mañana estático y estatista en el que
entre la verdad oficial y lo demás no pasa el aire. Veremos en qué va quedando
el paisaje de la “nueva normalidad” o, en términos cernudianos, si los agentes
del totalitarismo logran ganarle el pulso de sus deseos a la fuerza de la
realidad.
Pero mientras tanto, a medida que
el deshielo avanza a golpes de concesiones gubernamentales a nuestro instinto
de supervivencia, el corto alcance de los que se abrazaron entre el balcón
abierto de La Moncloa —haría frío, supongo— y el documento recién firmado en
exposición sacra nos devuelve a las fechas previas a la pandemia. Con un poco
de observación, podemos reconocer en la “new age” de la pócima ejecutiva para
no pegar ojo la mano del nuevo maestro de ceremonias. Que este Implícito
recuerde, hubo dos puestas en escena, de talante operístico, que llevan su
caligrafía, inequívoca por inédita en todo Occidente. Una es la antedicha de la
firma y presentación de los acuerdos de gobierno entre Pedro el Guapo y Pablo
el Coleta. Allí estuvo todo medido salvo el abrazo, a punto de ser coronado
(corona murada, por supuesto) por el ósculo tierno y soviético de un Iglesias
lanzado en un rapto afectivo adolescente y vicepresidencial. El segundo acto de
esta escenografía democrática que iluminan las candilejas del teatro “progresista”
llegó la mañana de “la mesa”. España, en verdad, es una mesa. Las familias se
reúnen en torno a la mesa del comedor o de la cocina. Los estudiantes que
estudian lo hacen apoyando los codos en una mesa. Hasta la misa se celebra en
una mesa de altar. Y la política se hace en torno a una mesa. Cuando Pedro
llamó a los instigadores de la “república” de los imbéciles a la mesa de La
Moncloa, se puso en marcha toda una producción audiovisual para vender la mesa
a los españoles, y que la comprasen sin darse cuenta. No se escatimaron medios.
Era la gran estrella de la era pedrista, como “la pazzzz” lo había sido de la
zapaterista. Así que se puso a trabajar a los realizadores de TVE como Carrero
puso a trabajar a Adolfo Suárez, vía Sánchez Bella y Herrero Tejedor para “vender”
los Príncipes a los españoles por parte de la mejor televisión de España.
La mañana de “la mesa” había
cuatro equipos, cuatro, de cámaras autónomas trabajando para servir a los
españoles las imágenes más amables del hecho más deleznable. Cada equipo lo
formaban el operador y un ayudante que es su sombra, porque le sujeta para que
pueda moverse “a ciegas”. Hasta aquí podría parecer hasta normal. Pero resulta
que cada cámara operaba sobre un mecanismo denominado “steadycam”, en español “estabilizador
de cámara”, que sustituye a las antiguas grúas, aquellos engorrosos y pesados
vehículos como los balancines de los niños que en un extremo llevaban las
voluminosas cámaras de entonces con el técnico sentado sobre un sillín y en el
otro un contrapeso. Todo ello se desplazaba sobre ruedas y era manejado por
varios operarios, siguiendo órdenes del realizador. Tales equipos se sustituyen
hoy por dos personas moviéndose como siameses, conectadas con el control por
los cascos y cambiando continuamente de planos.
TVE dispuso aquella mañana, como
digo, cuatro equipos. El primero recibía a la delegación catalana mientras ésta
hacía su entrada por los caminos de los jardines monclovitas. Lo mismo
repitieron con un solitario y sonriente Torra. El segundo les esperaba en la
puerta del palacio, al final de la escalinata. Allí estaban el presidente
español y las banderas, para agasajar a la embajada. El tercero, como mandan
los cánones, se encontraba en el vestíbulo, concatenando sin solución de
continuidad ambas perspectivas: fuera y dentro. El último se había emplazado en
la misma sala de “la mesa”, donde aguardaba la comisión española. Allí todo fue
un convite de besos y apretones de manos, sonrisas de oreja a oreja y
presentaciones gentilísimas.
Todo muy luminoso, colorista
dentro de una contención progre sin descocarse. La amabilidad invadía las
pantallas. Daba gusto tener estos mandatarios. La estética “steadycam” llegaba
a su paroxismo cuando dicho artilugio dibujaba ondulaciones verticales y
horizontales en el espacio. La cámara flotaba delicadamente, sin sobresaltos ni
vibraciones. Todo lo contrario de los habituales trípodes con imágenes clavadas
en el suelo frente a la puerta en una nube de fotógrafos, el insufrible “pool”
aburridísimo. Esto era de cine. Y además, permitía seguir ese enorme travelling,
casi de plano secuencia, que nos llevaba de la mano de un doncel popular
llamado Pedro Sánchez desde la escalinata de tantas fotos hieráticas hasta el
asiento mismo de “la mesa”, acompañando a su homólogo al que, meses antes, ni
cogía el teléfono.
Como digo, todo muy light, muy
suave, como el nadar de una anguila. No voy a caer en la vulgaridad hispánica
de la sustancia resbalosa, pero eso. El primer paso de la desmembración oficial
de España, de la ley a la ley, se había dado como si de una escena de Sisí se
tratara. Y quedaba mucha película por delante. De pronto, como en un filme pero
de terror y ciencia ficción en una pieza, llegó el virus y mandó a parar. Pero
ojo, que los cines reabren, y esta sesión es continua. El galán feminista se
maquilla. Va a volver a salir a escena. Ya se habrá colocado en la solapa el
pin de las banderitas autonómicas en círculo, mancomunadamente, sin bandera
nacional, como aquel día. Estará ensayando la sonrisa en el espejo y articulando
las consabidas palabras. Los empleados de Moncloa estarán barriendo los
jardines. Es tiempo de rodajes (muchas horas de sol). Los ocho manipuladores de
los estabilizadores deben de estar en prealerta postalarma, dando brillo a las
lentes. Y el escenógrafo redactará las instrucciones de última hora: “Movimientos
constantes pero lentos. Seguimiento permanente de invitados y presidente. Mucho
verde. Nada de contraluces. Abrir bien iris. Mucha luz. Generar confianza.
Preparada la sala para edición y visado en Moncloa. Nombre de operación: “La
mesa” Capítulo II”.
Ah, y recuerdos a los
monitorizadores. De momento, vais ganando uno a cero, pero el partido no ha
hecho más que empezar.
Veo que pese a la reclusión motivada por el estado de alarma, nuestro articulista se mantiene en estado de alerta, avizor ante las maniobras --no sólo de estética cinematográfica--, del poder social-comunista en sus designios de cambio de Régimen político. La perspicaz definición de "golpe de estado a cámara lenta", que dió Alfonso Guerra al procés, creo que es plenamente aplicable a este procés a escala nacional que se ha iniciado con el acelerante del estado de alarma, que sin recurrir al tipo excepcional de la Constitución, puede prolongarse indefinidamente en virtud del Real Decreto-Ley que el gobierno dictará en sustitución de aquél. Atentos a si no será un remedo de "Ley de defensa del Gobierno" del Reino con monarca invisible.
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