Hace poco más de un año, durante los días 31 de marzo, 1 y 2 de abril, nos congregamos en el Real Centro Universitario María Cristina de San Lorenzo del Escorial, a muy pocos metros del monasterio filipino que regentan los agustinos y visita medio mundo, un grupo de españoles e hispanoamericanos--algunos por vía telemática-- convocados por el filósofo y catedrático, divulgador de verdades, Agapito Maestre, junto a un selecto puñado de colaboradores. Se trataba de citarnos para conocernos mejor y reflexionar acerca de la realidad luminosa que teníamos en común. Y a fe mía que se consiguió, merced al empeño de los organizadores y la generosa aportación de los presentes. Ahora, el estreno del documental "Hispanoamérica" me da pie para rescatar aquella vivencia entrañable que Alfredo Arias, uno de los asistentes, recogió en un volumen de Ediciones Clásicas titulado con acierto "Al encuentro de Res Hispánica (algo ocurrió al lado del monasterio)". Y, efectivamente, se produjo uno de esos ensalmos que dan luz al mundo de la cultura. Aclaremos ya que Res Hispánica es un canal de YouTube y al mismo tiempo una comunidad de navegantes--término insuperable para referirse a la aventura hispanoamericana-- que celebraba en El Escorial su primera cumbre físicamente personal.
Como el
edificio herrreriano mismo y la institución que alberga, aquella convivencia
traspasó la fugacidad del tiempo y asentó en todos nosotros un sillar
inolvidable. Y es que de allí salimos renovados en nuestro espíritu de
hispanidad, algo que tiene dos orillas separadas y al mismo tiempo unidas por
un océano. Nada menos. Y de fondo, el idioma, ese nexo, más fuerte que las
tempestades históricas juntas porque somos lo que hablamos y con más razón lo
que escribimos/leemos. O si lo prefieren, lo que Internet difunde.
Soy de
la ciudad que sirvió de cabeza de puente entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Es
imposible dar dos pasos en Sevilla sin toparse con alguna huella del hecho que
nos transformó como civilización madre de un continente. Con sus luces y con
sus sombras, somos mestizos hispanoamericanos, los de allí y los de aquí. La
vocación iberoamericana --versión ampliada de lo hispano-- de Sevilla alcanza
al V Centenario, pero tiene su expresión más perdurable en la configuración
urbana y en los testimonios arquitectónicos de la Exposición Iberoamericana de
1929, que nos ha acompañado a los sevillanos desde niños, cuando jugábamos con
las palomas de la Plaza de América y después cuando pelábamos la pava con
nuestras novias en las barcas de la Plaza de España, como cantaba Perales. La
Plaza de España, que proyectó Aníbal González como un abrazo abierto a los
pueblos hermanos de Poniente, la tengo a diez minutos de mi casa y casi la
diviso desde mi azotea.
Si uno
se fija en esas alturas hacia las que casi nunca miramos y que el poeta Joaquín
Romero Murube definió como "los cielos que perdimos", descubre
América, que no está perdida en el naufragio de esa manía tan española
consistente en borrar lo mejor de nuestro pasado simplemente porque, en apariencia,
ha pasado (de moda). En lo alto de la cúpula de San Pablo, con su linterna en
forma de corona --era real convento dominico, donde fue consagrado Fray
Bartolomé de las Casas, el amigo de la Reina Isabel, obispo de Chiapas-- hay
indios. Sí, están allí esculpidos mirando a los cuatro vientos. Y en la fachada
de la casa más antigua de la calle Betis (antes "Del río"), justo
enfrente del puerto y puerta de Indias, en la Triana marinera de Rodrigo el del
grito gozoso --¡Tierra!-- desde la cofa, se pueden ver los mismos nativos si
uno pone ojo de interpretación cubista.
Somos
hispanoamericanos, aunque este Gobierno ignaro y contumaz haya terminado con la
Escuela de Estudios Hispanoamericanos, donde tantos historiadores residieron y
compartieron sus investigaciones desplegadas en el herreriano Archivo General
de Indias, creado por Carlos III para luchar contra los holandeses y los
británicos en el proceloso mar de las leyendas negras. Un edificio, por cierto,
concebido como un Escorial en miniatura.
Tengo
que expresar desde estas líneas mi profunda gratitud hacia Agapito Maestre y
hacia todos los precursores, que lo fueron desde su aparente anonimato, que
contribuyeron a relanzar en nosotros y desde nosotros, el amor a la hispanidad.
Y lo hago ahora que, por fin, el cine se suma al sentido común y la justicia,
con el padrinazgo de Su Majestad el Rey Don Felipe VI.