Nunca pensé que un lugar como éste tuviera tanta vida, y tan
desconocida por los "medios" de comunicación. Por motivos que no
vienen al caso, o quizás sí, me he visto obligado a permanecer durante ocho
horas ininterrumpidas en la Glorieta de Bécquer del parque sevillano de María
Luisa. No voy a describir este espacio único de la capital hispalense, por ser
de sobra conocido, al menos en ámbitos cultos. Su historia es en sí misma una
pieza romántica del engranaje narrativo sevillano. Baste decir que en ella
tuvieron una intensa implicación los hermanos Álvarez Quintero y el escultor
Lorenzo Collaut Valera, autor del monumento en el que se dan la mano el busto del
poeta, dos edades distintas de Cupido y los tres estadios del amor pasional,
simbolizados en otras tantas damas harto expresivas y armadas del inevitable y
temible abanico de la época.
Hasta aquí, nada nuevo. Lo que sí resulta sorprendente es
observar la sociedad humana que recala en aquel círculo lírico, epicentro de
tantas resonancias que encuentran su madurez en la obra del ilustre vecino de
San Lorenzo. Ocho horas allí dan para mucho. Por ejemplo, esa mujer entrada en
años que aparece —asombrosamente al poco de llegar nosotros para contar en cine
un episodio de entrega de rosas— con un ramo de flores para depositarlo en el
regazo de las amantes. Preguntada, responde con la mayor naturalidad que su
esposo falleció también un 24 de abril de hace unos pocos años, y que ambos
eran admiradores de Bécquer, de modo que aquel rito solitario era un recuerdo
fiel a su memoria, cargado de nostalgia y perenne promesa de amor sin límites.
O el libro… de Julio Verne, tal vez por contemporáneo del de
las Rimas y Leyendas, escondido tras las mismas estatuas arrebatadas, con el
sello de una biblioteca pública y otro clavel rojo encima sobre el que cayeron
unas cuantas gotas del cielo primaveral que nos cubría. O aquel anciano bien
plantado que entró con serena decisión llevando a su nieta de la mano para
explicarle qué era aquello y quién era aquel señor que les contemplaba desde su
alto pedestal. Muchos se detenían a leer el cartel en español y en inglés que
detallaba la vida y significación del laureado vate. Creo que fueron más los
turistas de las más diversas procedencias que los paisanos, aunque de todo
hubo, porque lo más sorprendente fue la cantidad y variedad inagotable de
personas que acudieron a conocer aquel homenaje en mármol, taxodio y flores,
siempre infinidad de flores para rendirlas a los pies de aquel que jamás consiguió
editar un libro, pese a su temprana mudanza a la Villa y Corte.
Hubo más, mucho más. Salvo los corredores, atentos siempre a
las marcas y a no enfriarse, se detuvo allí tanta gente que si se hubieran
agrupado a una misma hora, no hubieran cabido en la rotonda. Hubo jubilados,
grupos de escolares, estudiantes de arquitectura con sus apuntes en ristre, y
hasta una clase de Literatura para universitarios, que analizaron versos ante
la atenta mirada del autor y entre los inacabables trinos alados, que dirían
sus epígonos.
Los cocheros de caballos —también inacabables— repetían como
una letanía la misma frase: "Gustavo Adolfo Bécquer, poeta romántico
sevillano". Lo hacían con indiferencia maquinal. Se ve que alguien había
incluido en las ordenanzas esta expresión, medida con el tiempo que se tardaba
en pasar ante el monumento.
En fin, que uno ignoraba, como tantas otras cosas, la
vigencia masiva del padre de la poesía contemporánea en castellano, desde
Villaespesa hasta Cernuda, de los Machado a Juan Ramón. Ni el tiempo ni el
vandalismo han podido doblegar al impacto de las emociones bien plasmadas en un
papel del sevillano aquel que dedicara su última redacción epistolar a pedir
auxilio económico para poder alimentar a sus hijos, abandonados por cierto por
una madre adúltera. La glorieta de Bécquer ha resultado encarnar la victoria
sobre el olvido, el mentís a la voluntad de aquél que quiso dormir el sueño
eterno donde esta suerte de ingratitud habitara para siempre. Nadie podrá
exclamar nunca más "¡qué solos se quedan los poetas!".