Este último mes del 2015 pasará a la historia por algo más
serio que unas elecciones, que al fin y a la postre sólo condicionarán, aunque
puede que con unas consecuencias imprevisibles, los próximos cuatro años de
vida nacional. Cuenta el INE —uno de los pocos institutos nacionales que nos
van quedando— que por primera vez desde la Guerra Civil las defunciones superan
a los nacimientos en nuestra Patria. Ahora que nos disponemos a celebrar la
Navidad, resulta que España se va pareciendo más a un cementerio que a una
Maternidad (que hoy se llama “Centro de la Mujer” o algo parecido). Hemos
llegado ya, no es que vayamos camino del despeñadero sino que estamos ya en el
fondo del barranco.
Hay pocas cosas en esta vida que no tengan vuelta de hoja.
Una de ellas es la pirámide de edad. Podría invertirse en cincuenta años, pero
eso para quienes hemos rebasado la barrera de esos dígitos es como hablarnos de
los Reyes Magos, ahora que se avecina la Epifanía. Sí, podría ser un bello
cuento de Navidad, eso de soñar que lo de los difuntos ganándole la partida a
los neonatos no ha sido más que una pesadilla tras una cena copiosa. Pero no.
Es un hecho —repito, irreversible— que nos perseguirá ya hasta que nos
alistemos en el bando vencedor.
Y sin embargo, nadie quiere hablar de la mayor tragedia que
puede afligir a un pueblo: haber elegido el camino de su extinción. Como yo no
tengo que presentarme a ninguna elección, sí puedo hablar alto y claro: los
españoles de la última hora, y sobre todo de la penúltima, han tomado la senda
del envejecimiento sin entregar el testigo a la generación entrante, por la
sencilla razón de que no se ha reproducido. Es así de claro y de patético. El
invierno demográfico es ya un hecho en toda Europa, pero en esto, como en el
paro, somos campeones continentales. Y parece que no pasa nada. Todo es
corrupción —¿es todo corrupción?— acusaciones cruzadas, promesas idílicas con
un denominador común: llenar la barriga. Hay temas, sin embargo, de los que
ningún candidato habla y que tampoco son planteados por los moderadores: la
seguridad ciudadana, los desequilibrios psiquiátricos sin atender, la
burocracia consuetudinaria que va de la mano de un Estado pantagruélico, la
pérdida de los buenos modales, la urbanidad y, en suma, eso que antes se
llamaba educación y que no depende del mardito parné sino de los valores
compartidos e irrenunciables. Y el primer hecho de todos: el de procrear y
dejar nacer. Lo que no consiguió nuestra Guerra lo ha llevado a término una
mentalidad materialista y presidida por el ego que sitúa al placer a corto
plazo en el centro de todas las aspiraciones vitales. Así no es extraño que la
cocaína corra como lo hace en manos de unos consumidores que acaban asesinando
alevosamente a sus mujeres, arrojándolas tras apuñalarlas por el balcón y
pisándolas con el coche sobre la acera.
No, no es extraño que mientras la sociedad española acaba
cada día con la vida de trescientos inocentes en el vientre de sus madres, los
muertos ganen la partida a los vivos, la pirámide de edad haya volcado en una
cuneta de la historia y los machos ibéricos se armen de valor a base de rayas
para destrozar la existencia de familias enteras. Lo que no pudo la Guerra…
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