domingo, 29 de noviembre de 2015

OTRA VEZ "EL TURCO"

De los muchos lugares comunes que se suelen citar como demostración apriorística de algo, tal vez sea el de que “nada nuevo hay bajo el sol” el que más actualidad cobre a cada paso de la historia. Acabo de cerrar, tras una lenta y densa lectura, la última página, de número 948, sin contar los índices, de la monumental obra que sobre los Reyes Católicos escribiera no hace muchos años el hoy proscrito Luis Suárez. Ya saben que este experto en nuestro pasado, “ratón de archivo” como su admirado y seguido Manuel Fernández Álvarez, fue apartado de su “cátedra” —puesto de autor— en el diccionario que la Real Academia de la Historia lleva a cabo sobre nuestros personajes pretéritos, por el horrendo crimen de llamar al régimen de Franco “autoritario” en lugar de “dictatorial”. Las academias viven de las subvenciones, y Zapatero no estaba por la labor de seguir aflojando el grifo para que los historiadores fueran libres. De todos es sabido que el gran conocedor de nuestro ayer a quien debemos la Ley de Memoria Histórica siempre se caracterizó por su escrupuloso respeto a la verdad.
Luis Suárez dibuja en el grueso tomo de Ariel sobre Isabel y Fernando dos perfiles netamente favorables y firmemente apoyados en un caudal torrencial de documentación. Voy a fijarme en un dato que está rabiosamente presente en el momento universal que vivimos: las relaciones de Occidente —entonces la Cristiandad— con el Islam. Habría que ampliar el foco para dar cabida a Rusia, de modo que si volvemos a decir Cristiandad tal vez se nos entienda mejor. Circula por ahí un chascarrillo muy serio que empareja las distintas religiones vivas en el mundo, combinándolas entre sí y dando como resultado: “no problem”. Salvo el Islam, que acaba siendo un motivo de discordia con todas y cada una de ellas. ¿Significa esto que nos sea lícito volcar en el mismo saco a todos los musulmanes? Salvo para los fanáticos de este lado, es obvio que no. Pero el hecho de que algo hay en el ADN de esta religión que la hace especialmente vulnerable a una parte de sí misma fácilmente manipulable como arma arrojadiza contra un enemigo real o imaginario, también cae por su peso.
Una parte, posiblemente más importante que lo deseable por los amantes de la paz, del mundo musulmán con el que nos ha tocado convivir (con o sin fronteras) permanece anclada en el siglo XIII, y se ha jurado no parar hasta que el orbe entero le pertenezca. Si es necesario, al precio de la vida de sus agentes. Por supuesto que ello supone una amenaza para el mundo libre, en el que junto al Corán o la Biblia (Evangelio incluido) sea respetada la Declaración de los Derechos Humanos. Pero eso es precisamente lo que quienes ondean la bandera negra no pueden consentir, que haya otros además de ellos y en pie de igualdad con ellos. Hoy por hoy, sólo el Islam alberga este cáncer.
¿Y por qué recuerdo todo esto al hilo de ese libro del profesor Suárez? Porque lo que hoy es el yihadismo, con los Reyes Católicos era el peligro otomano. El testamento de Isabel la Católica ponía el énfasis en dos cuestiones: tratar a los indios de América como a semejantes que eran y no cejar en la lucha contra el expansionismo islámico que representaba el Turco. Los Reyes salpicaron nuestras costas de torres vigías (la de Matalascañas o la del Catalán de La Antilla, por ejemplo). Y con innumerables errores —¿quién no los cometería en su lugar?— salvaguardaron un espacio que San Fernando y su hijo Alfonso —padre en buena parte de la cultura europea medieval— habían recuperado de manos sarracenas. Para ello, fallecida ya Isabel, su viudo intentó coronar el gran empeño que habían tejido entre ambos: la unidad de los reinos cristianos para protegerse del avance musulmán que rondaba implacablemente la ribera mediterránea y que se detendría sólo a las puertas de Viena. Para lograr esa alianza casaron a sus hijos con otros de familias lejanas, flamenca e inglesa. Y Fernando llegó a contraer segundas nupcias con Germana de Foix para apaciguar las relaciones con Francia. De este matrimonio nacería la integración definitiva de Navarra en la Corona española.

Estuvo a punto de conseguir proyecto tan largamente acariciado. Pero la ambición borgoña del primero de nuestro Felipes, que además de enloquecer a la Reina Juana estuvo a punto de resucitar las guerras civiles castellanas, lo impidió. No obstante, ahí queda el intento, para revalidar la sentencia con la que arrancábamos. Hoy, Hollande recorre aquellos mismos reinos y algunos más (debidos, no se olvide, a la empresa colombino-castellano-aragonesa) para ver de lograr lo mismo que Isabel y Fernando pretendían: la unidad frente a ese Islam belicoso e insaciable que ya debería haberse ahogado en el mensaje de buena voluntad que toda religión que se precie está llamada a fomentar.

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