De los muchos lugares comunes que se suelen citar como
demostración apriorística de algo, tal vez sea el de que “nada nuevo hay bajo
el sol” el que más actualidad cobre a cada paso de la historia. Acabo de
cerrar, tras una lenta y densa lectura, la última página, de número 948, sin
contar los índices, de la monumental obra que sobre los Reyes Católicos
escribiera no hace muchos años el hoy proscrito Luis Suárez. Ya saben que este
experto en nuestro pasado, “ratón de archivo” como su admirado y seguido Manuel
Fernández Álvarez, fue apartado de su “cátedra” —puesto de autor— en el
diccionario que la Real Academia
de la Historia
lleva a cabo sobre nuestros personajes pretéritos, por el horrendo crimen de
llamar al régimen de Franco “autoritario” en lugar de “dictatorial”. Las
academias viven de las subvenciones, y Zapatero no estaba por la labor de
seguir aflojando el grifo para que los historiadores fueran libres. De todos es
sabido que el gran conocedor de nuestro ayer a quien debemos la Ley de Memoria Histórica
siempre se caracterizó por su escrupuloso respeto a la verdad.
Luis Suárez dibuja en el grueso tomo de Ariel sobre Isabel y
Fernando dos perfiles netamente favorables y firmemente apoyados en un caudal
torrencial de documentación. Voy a fijarme en un dato que está rabiosamente
presente en el momento universal que vivimos: las relaciones de Occidente —entonces
la Cristiandad —
con el Islam. Habría que ampliar el foco para dar cabida a Rusia, de modo que
si volvemos a decir Cristiandad tal vez se nos entienda mejor. Circula por ahí
un chascarrillo muy serio que empareja las distintas religiones vivas en el
mundo, combinándolas entre sí y dando como resultado: “no problem”. Salvo el
Islam, que acaba siendo un motivo de discordia con todas y cada una de ellas.
¿Significa esto que nos sea lícito volcar en el mismo saco a todos los
musulmanes? Salvo para los fanáticos de este lado, es obvio que no. Pero el
hecho de que algo hay en el ADN de esta religión que la hace especialmente
vulnerable a una parte de sí misma fácilmente manipulable como arma arrojadiza
contra un enemigo real o imaginario, también cae por su peso.
Una parte, posiblemente más importante que lo deseable por
los amantes de la paz, del mundo musulmán con el que nos ha tocado convivir
(con o sin fronteras) permanece anclada en el siglo XIII, y se ha jurado no
parar hasta que el orbe entero le pertenezca. Si es necesario, al precio de la
vida de sus agentes. Por supuesto que ello supone una amenaza para el mundo
libre, en el que junto al Corán o la
Biblia (Evangelio incluido) sea respetada la Declaración de los Derechos
Humanos. Pero eso es precisamente lo que quienes ondean la bandera negra no
pueden consentir, que haya otros además de ellos y en pie de igualdad con
ellos. Hoy por hoy, sólo el Islam alberga este cáncer.
¿Y por qué recuerdo todo esto al hilo de ese libro del
profesor Suárez? Porque lo que hoy es el yihadismo, con los Reyes Católicos era
el peligro otomano. El testamento de Isabel la Católica ponía el énfasis
en dos cuestiones: tratar a los indios de América como a semejantes que eran y
no cejar en la lucha contra el expansionismo islámico que representaba el
Turco. Los Reyes salpicaron nuestras costas de torres vigías (la de
Matalascañas o la del Catalán de La
Antilla , por ejemplo). Y con innumerables errores —¿quién no
los cometería en su lugar?— salvaguardaron un espacio que San Fernando y su
hijo Alfonso —padre en buena parte de la cultura europea medieval— habían
recuperado de manos sarracenas. Para ello, fallecida ya Isabel, su viudo
intentó coronar el gran empeño que habían tejido entre ambos: la unidad de los
reinos cristianos para protegerse del avance musulmán que rondaba
implacablemente la ribera mediterránea y que se detendría sólo a las puertas de
Viena. Para lograr esa alianza casaron a sus hijos con otros de familias lejanas,
flamenca e inglesa. Y Fernando llegó a contraer segundas nupcias con Germana de
Foix para apaciguar las relaciones con Francia. De este matrimonio nacería la
integración definitiva de Navarra en la Corona española.
Estuvo a punto de conseguir proyecto tan largamente
acariciado. Pero la ambición borgoña del primero de nuestro Felipes, que además
de enloquecer a la Reina Juana
estuvo a punto de resucitar las guerras civiles castellanas, lo impidió. No
obstante, ahí queda el intento, para revalidar la sentencia con la que
arrancábamos. Hoy, Hollande recorre aquellos mismos reinos y algunos más
(debidos, no se olvide, a la empresa colombino-castellano-aragonesa) para ver
de lograr lo mismo que Isabel y Fernando pretendían: la unidad frente a ese
Islam belicoso e insaciable que ya debería haberse ahogado en el mensaje de
buena voluntad que toda religión que se precie está llamada a fomentar.
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