Los aires
apocalípticos vuelven las esquinas con su trompetería de cuchillos afilados, de
saetas finas que se clavan en el talón de Aquiles que todos intentamos en vano
proteger: el miedo. ¿Cuántos españoles están perdiendo el sueño a medida que se
prolonga el compás de espera sin esperanza para vislumbrar el futuro que nos
aguarda, esa gran obsesión de la Humanidad desde Orce o Atapuerca? ¿Cuál fue el
primer homínido que empezó a preocuparse por el destino de sus crías/hijos?
Hace ya tanto de aquello, y sin embargo la angustia por los peligros que nos
acechan —y sobre todo por los que puedan sorprender a nuestros vástagos— permanece
tan fresca y lozana como entonces. El temor a que el tren descarrile es el
eterno compañero del viajero.
Cavilaciones
así llevaba yo en mis alforjas de caminante cuando me di de bruces con un lema,
una frase en latín que lucía en una colgadura prendida de la torre trianera de
Santa Ana: “Anna radix ubérrima”. Y a continuación, una cifra: 750. La Real
Parroquia de la Señora Santa Ana sigue siendo hoy el núcleo de Triana y el
espejo de Sevilla. Su historia, viva tal vez más que en ningún otro templo
parroquial del entorno, nos dice más cosas cada día. Internarse muros adentro
de esta iglesia-fortaleza para aglutinar a la feligresía de un barrio arrabal
sin cercados que le protegiesen es una aventura estética y moral digna de
Indiana Jones. Por ejemplo, ¿sabemos que por sus galerías altas asomaban unas
troneras que tenían la función de poder defender los niveles inferiores e
interiores en caso de ataque enemigo? Enemigo de la cruz, se entiende. Yo
tampoco lo sabía hasta fecha reciente en que el sabio profesor don Rafael
Manzano lo desmenuzó en el antiguo salón de plenos de la Diputación.
Todo rezuma
carácter pionero en este privilegiado lugar asistido por la gracia de la
inspiración de los alarifes. Es una arquitectura tocada por los ángeles,
trazada con el corazón más que con las escuadras. El Rey Sabio se trajo de
Burgos a monjes cistercienses para que plasmaran en Triana los esquemas del
gótico desnudo. Y así nació Santa Ana, en ladrillo y piedra tallados al pie del
Guadalquivir con directrices de San Bernardo de Claraval. De hecho, tiene
estructura de colegiata, con su coro para darle carácter capitular, como lo que
es: la Catedral de Triana, a la que hacían su estación de penitencia las
cofradías que no se atrevían a cruzar el puente de barcas.
La otra
tarde, cuando entré en la verdadera iglesia del Alcázar, aunque esté levantada
tan lejos de él, volví a tener la sensación de que descubría Santa Ana por
primera vez. Es el magnetismo que te invade cuando vuelves a los espacios
primordiales. Los volúmenes, el aire como elemento constructivo, la luz,
magistralmente instalada hoy, como el auténtico cuerpo de lo visible, y no
olvidemos que ésta es una iglesia ex voto por aquel dolor de clavo que sólo
cesó tras la promesa formulada por los labios de aquel Rey, hijo de santo, que
nunca perdió sus dos grandes esperanzas: la Cruzada contra los moros en África y
ceñir la corona imperial. Ni uno ni otro sueño logró. Pero ya se sabe que la
vida es sueño. Dejó, por el contrario, una huella palpable en sus libros y en
su scriptorium toledano, es decir, en Europa, sólo comparable a la de otro
“sevillano” adoptivo: el magno San Isidoro. Como no se cansa de repetir el maestre
del Cabildo que lleva el nombre de Alfonso X, a tan ilustre monarca debemos la
personalidad misma del viejo continente que sin él sería hoy un asilvestrado
califato.
En la puerta
pétrea de la nave del Evangelio, un blasón con leones y castillos nos recuerda
que bajo él se entra en un recinto real. Y es que fue San Fernando el que
primero encarnó el fermento de la unidad española. Pero el mérito no fue suyo,
sino de la abuela de Alfonso, doña Berenguela, que empeñó su vida en fundir a
ambos reinos, Castilla y León, en el bronce de su hijo. Ahí empezó todo… lo que
ahora puede irse al garete. O sea, que Santa Ana se erigió en memoria y para
dar culto a la abuela del Señor por orden del nieto de la forjadora de la
Corona que acabó cerrando España. No deja de ser sugerente pensar que Alfonso X
pudiera estar pensando en su abuela cuando dedicó el primer templo que
construyera de nueva planta en la Sevilla reconquistada por su padre a la
abuela del Redentor, la que aparece en la iconografía —por ejemplo en el altar
mayor de Santa Ana— siempre acompañando a la Virgen y enseñándole a leer,
escoltando ambas al Niño que ocupa siempre el centro. Allí en Santa Ana ambas
mujeres presentan un rostro de innegable parentesco con la Virgen de Los Reyes.
En El Salvador, tenemos otra vez el trío familiar pero imbuido de ese nervio
montañesino característico. Santa Ana siempre con arrugas, seña de identidad de
la ancianidad en contraste con la juventud de María. Todo el impresionante
retablo pictórico de Pedro de Campaña, felizmente recuperado de las tinieblas a
instancias del admirable profesor Enrique Valdivieso —ése que llegó al arte a
partir de los cromos de futbolistas de su niñez— gira en torno a las historias
de los abuelos, Joaquín y Santana, como gustan decir a los trianeros.
El
complemento perfecto para esa expresión lapidaria en las telas que mueve el
viento aljarafeño es el número: 750. Y es que se cumplen esos años desde que se
consagrara este prodigio ojival. Es decir, que la abuela trianera de Jesucristo
cumple este año 750 de vida pujante y acompañamiento al pueblo trianero en su
peregrinar, en las fatigas y las alegrías de cada día. Había un bautizo aquella
tarde en Santa Ana. Martín se llamaba el neófito. Abuela, madre y nieto lo
contemplaban sonrientes desde arriba. Al fondo, en una de las capillas, una
mujer bajaba despacio unas escaleras hacia la cripta. Iba a depositar las
cenizas de un ser querido. Vida y muerte unidas por la única Vida verdadera. Y
yo me preguntaba a qué temer tanto por lo que pueda pasar si la raíz ubérrima
cumplía siete siglos y medio y bajo sus bóvedas empezaba a vivir un nuevo
cristiano en tanto que descansaba otro. Sí, el tiempo no es nada. Lo que
importa es el fruto; es decir, la raíz.
En fin, que tenemos en pleno corazón de la collación
trianera, un venero de sabiduría y santidad. Al salir, y tras observar sobre el
muro un letrero que prohíbe jugar a la pelota, me fijé en esas banderolas y con
la ayuda de mi mujer, traduje la frase: Ana, raíz ubérrima. ¡Y qué lo digan!
Gracias a Ana tenemos al Hijo de Dios con nosotros. Y gracias a Santa Ana de
Triana el espíritu del Císter corrigió errores decadentes en la cultura
cristiana hasta proyectarla con inusitada energía sobre cenobios y cortes de
aquende y allende la mar océana. A muy pocos metros, se levanta el dedo índice
de Rodrigo de Triana anunciando ¡Tierra! (no el nuevo Mercadona). Y dentro
mismo de Santa Ana, la Virgen de la Victoria, ante la que cayeron mil rodillas
al unísono, como si fuera el compás del martillo sobre el hierro candente de la
cava aneja. ¿Que de qué rodillas hablo? Eso es otra historia.
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