martes, 26 de enero de 2016

ANNA RADIX UBERRIMA

Los aires apocalípticos vuelven las esquinas con su trompetería de cuchillos afilados, de saetas finas que se clavan en el talón de Aquiles que todos intentamos en vano proteger: el miedo. ¿Cuántos españoles están perdiendo el sueño a medida que se prolonga el compás de espera sin esperanza para vislumbrar el futuro que nos aguarda, esa gran obsesión de la Humanidad desde Orce o Atapuerca? ¿Cuál fue el primer homínido que empezó a preocuparse por el destino de sus crías/hijos? Hace ya tanto de aquello, y sin embargo la angustia por los peligros que nos acechan —y sobre todo por los que puedan sorprender a nuestros vástagos— permanece tan fresca y lozana como entonces. El temor a que el tren descarrile es el eterno compañero del viajero.
Cavilaciones así llevaba yo en mis alforjas de caminante cuando me di de bruces con un lema, una frase en latín que lucía en una colgadura prendida de la torre trianera de Santa Ana: “Anna radix ubérrima”. Y a continuación, una cifra: 750. La Real Parroquia de la Señora Santa Ana sigue siendo hoy el núcleo de Triana y el espejo de Sevilla. Su historia, viva tal vez más que en ningún otro templo parroquial del entorno, nos dice más cosas cada día. Internarse muros adentro de esta iglesia-fortaleza para aglutinar a la feligresía de un barrio arrabal sin cercados que le protegiesen es una aventura estética y moral digna de Indiana Jones. Por ejemplo, ¿sabemos que por sus galerías altas asomaban unas troneras que tenían la función de poder defender los niveles inferiores e interiores en caso de ataque enemigo? Enemigo de la cruz, se entiende. Yo tampoco lo sabía hasta fecha reciente en que el sabio profesor don Rafael Manzano lo desmenuzó en el antiguo salón de plenos de la Diputación.
Todo rezuma carácter pionero en este privilegiado lugar asistido por la gracia de la inspiración de los alarifes. Es una arquitectura tocada por los ángeles, trazada con el corazón más que con las escuadras. El Rey Sabio se trajo de Burgos a monjes cistercienses para que plasmaran en Triana los esquemas del gótico desnudo. Y así nació Santa Ana, en ladrillo y piedra tallados al pie del Guadalquivir con directrices de San Bernardo de Claraval. De hecho, tiene estructura de colegiata, con su coro para darle carácter capitular, como lo que es: la Catedral de Triana, a la que hacían su estación de penitencia las cofradías que no se atrevían a cruzar el puente de barcas.
La otra tarde, cuando entré en la verdadera iglesia del Alcázar, aunque esté levantada tan lejos de él, volví a tener la sensación de que descubría Santa Ana por primera vez. Es el magnetismo que te invade cuando vuelves a los espacios primordiales. Los volúmenes, el aire como elemento constructivo, la luz, magistralmente instalada hoy, como el auténtico cuerpo de lo visible, y no olvidemos que ésta es una iglesia ex voto por aquel dolor de clavo que sólo cesó tras la promesa formulada por los labios de aquel Rey, hijo de santo, que nunca perdió sus dos grandes esperanzas: la Cruzada contra los moros en África y ceñir la corona imperial. Ni uno ni otro sueño logró. Pero ya se sabe que la vida es sueño. Dejó, por el contrario, una huella palpable en sus libros y en su scriptorium toledano, es decir, en Europa, sólo comparable a la de otro “sevillano” adoptivo: el magno San Isidoro. Como no se cansa de repetir el maestre del Cabildo que lleva el nombre de Alfonso X, a tan ilustre monarca debemos la personalidad misma del viejo continente que sin él sería hoy un asilvestrado califato.
En la puerta pétrea de la nave del Evangelio, un blasón con leones y castillos nos recuerda que bajo él se entra en un recinto real. Y es que fue San Fernando el que primero encarnó el fermento de la unidad española. Pero el mérito no fue suyo, sino de la abuela de Alfonso, doña Berenguela, que empeñó su vida en fundir a ambos reinos, Castilla y León, en el bronce de su hijo. Ahí empezó todo… lo que ahora puede irse al garete. O sea, que Santa Ana se erigió en memoria y para dar culto a la abuela del Señor por orden del nieto de la forjadora de la Corona que acabó cerrando España. No deja de ser sugerente pensar que Alfonso X pudiera estar pensando en su abuela cuando dedicó el primer templo que construyera de nueva planta en la Sevilla reconquistada por su padre a la abuela del Redentor, la que aparece en la iconografía —por ejemplo en el altar mayor de Santa Ana— siempre acompañando a la Virgen y enseñándole a leer, escoltando ambas al Niño que ocupa siempre el centro. Allí en Santa Ana ambas mujeres presentan un rostro de innegable parentesco con la Virgen de Los Reyes. En El Salvador, tenemos otra vez el trío familiar pero imbuido de ese nervio montañesino característico. Santa Ana siempre con arrugas, seña de identidad de la ancianidad en contraste con la juventud de María. Todo el impresionante retablo pictórico de Pedro de Campaña, felizmente recuperado de las tinieblas a instancias del admirable profesor Enrique Valdivieso —ése que llegó al arte a partir de los cromos de futbolistas de su niñez— gira en torno a las historias de los abuelos, Joaquín y Santana, como gustan decir a los trianeros.
El complemento perfecto para esa expresión lapidaria en las telas que mueve el viento aljarafeño es el número: 750. Y es que se cumplen esos años desde que se consagrara este prodigio ojival. Es decir, que la abuela trianera de Jesucristo cumple este año 750 de vida pujante y acompañamiento al pueblo trianero en su peregrinar, en las fatigas y las alegrías de cada día. Había un bautizo aquella tarde en Santa Ana. Martín se llamaba el neófito. Abuela, madre y nieto lo contemplaban sonrientes desde arriba. Al fondo, en una de las capillas, una mujer bajaba despacio unas escaleras hacia la cripta. Iba a depositar las cenizas de un ser querido. Vida y muerte unidas por la única Vida verdadera. Y yo me preguntaba a qué temer tanto por lo que pueda pasar si la raíz ubérrima cumplía siete siglos y medio y bajo sus bóvedas empezaba a vivir un nuevo cristiano en tanto que descansaba otro. Sí, el tiempo no es nada. Lo que importa es el fruto; es decir, la raíz.

En fin, que tenemos en pleno corazón de la collación trianera, un venero de sabiduría y santidad. Al salir, y tras observar sobre el muro un letrero que prohíbe jugar a la pelota, me fijé en esas banderolas y con la ayuda de mi mujer, traduje la frase: Ana, raíz ubérrima. ¡Y qué lo digan! Gracias a Ana tenemos al Hijo de Dios con nosotros. Y gracias a Santa Ana de Triana el espíritu del Císter corrigió errores decadentes en la cultura cristiana hasta proyectarla con inusitada energía sobre cenobios y cortes de aquende y allende la mar océana. A muy pocos metros, se levanta el dedo índice de Rodrigo de Triana anunciando ¡Tierra! (no el nuevo Mercadona). Y dentro mismo de Santa Ana, la Virgen de la Victoria, ante la que cayeron mil rodillas al unísono, como si fuera el compás del martillo sobre el hierro candente de la cava aneja. ¿Que de qué rodillas hablo? Eso es otra historia.

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