sábado, 9 de enero de 2016

SUSANA DÍAZ Y LA CAZA MAYOR

Aparentemente, es una política menor. Apareció como concejal con Monteseirín y entonces llevaba su pelo natural, castaño. Estudiaba Derecho, amoldando la carrera a un largo formato que duraría casi diez años por mor de su dedicación a la política. O sea, que empezó en la Fábrica de Tabacos (donde hasta hace unos meses coronaba la antigua puerta de Ciencias el escudo con el águila de San Juan) y terminó en la Pirotecnia, establecimiento militar muy apropiado para formar a futuros políticos.
     Se licenció en tiempos del rector que hoy es su consejero de Economía y Conocimiento, el mismo que se había empeñado, siendo vicerrector de Infraestructuras, en sacar adelante el edificio de la Biblioteca del Prado, aquel proyecto de la arquitecta iraní que tan caro nos costó. De fuentes eminentemente solventes sé algún secreto, tal vez inconfesable, sobre ciertas negociaciones académicas que vienen al caso, por otra parte habituales en los despachos del Alma Mater.
     Por cierto, que la presidenta quiso como decorado de su mensaje de Fin de Año el patio central de la Hispalense, con su fuente y su lápida al fondo, junto al que, si supieran latín, los jefes habrían descubierto un “FRANCO DUCE” incompatible con la Ley de Memoria Histórica. Pero mejor dejémosles en la oscuridad de su ignorancia.
     Antes de todo eso, Susana Díaz había pasado por los institutos de Triana, el Vicente Aleixandre y el Triana —éste último mandado construir por sus predecesores en el cargo. Allí fue una alumna normalita, según me cuenta algún profesor suyo que conserva sus fichas. Y allí, he leído, se aficionó a la poesía a través de los talleres de Ángel Leiva, que hoy tiene abierto un club cultural en la calle Niebla. De entonces data su ingreso en la PSOE, porque nuestra presidenta (hoy de Andalucía, ¿mañana de España?) dio al mismo tiempo el doble paso de escribir poemas y de sacarse el carné de las Juventudes Socialistas. Algo parecido le sucedió un día a Guerra, y no muy lejos de allí, en la Politécnica de Los Remedios.
     La vida de Susana Díaz, al menos hasta hoy, se ha escrito con caligrafía de arte menor, doméstico, muy local. Del barrio León a San Telmo es su rutina diaria, aunque los viajes pongan la nota cosmopolita a su paisaje. La otra tarde me crucé con ella por la calle Evangelista. Era domingo, e iba junto a su esposo —ese que se presenta a sí mismo como “trianero, bético y costalero”. Él empujaba el carrito del niño que la tardonera (como la Pantoja, Chiquetete o los Morancos) había dado a luz el verano pasado. Ella iba hablando por teléfono con rostro de preocupación, muy seria. Ha sido blanco de dardos envenenados por su vestuario y su estética. A mí sin embargo siempre me ha parecido una mujer con encanto popular, que es lo que debe tener una política, sobre todo si es socialista. No es en absoluto ordinaria. Y goza —ojo, porque aquí reside su futuro— de una labia sólo comparable a la de Felipe González, su gran icono.
     Con esa labia y algo de astucia, este matrimonio que paseaba por Triana sin escolta en una acera desierta en la que el azar quiso que sólo estuviéramos nosotros cuatro en aquel momento, puede ser dentro de pocos años la familia que descorche una botella de manzanilla en la bodeguiya monclovita. Eso es caza mayor, lo sé, pero esta amazona escaladora lenta como las buenas, que sabe administrar la demagogia homeopáticamente, puede perfectamente conseguirlo.
     Le basta con abatir al candidato al que cedió el paso para quedarse en casa (en la casa palacio de los Montpensier) tras meditarlo en la romería del Rocío. Entonces prefirió esperar. Ahora ha tomado la misma bandera que Sánchez luce de fondo espectacular a lo Obama. Con esa bandera —y su labia, no se olvide— puede resucitar muchas cosas, como el orgullo del 28-10-82. Cuenta con Andalucía, que es no sólo la región más poblada de España sino la que más hijos ha puesto en las filas de nombres asesinados por ETA. Y además, la comunidad más conservadora, que no ha conocido, ni quiere conocer, a la derecha en el poder. La barriada rojiblanca —mal que le pese a nuestra verderona protagonista— del Tardón se llama así porque el tranvía que partía de las cocheras allí situadas (todavía podemos ver uno en la plaza de San Martín de Porres) dejaba mucho que desear en cuanto a puntualidad. Sus habitantes saben esperar. Y se buscan mañas, como la de llevar a Sánchez por donde ella quiere, con la muleta y el juego de muñeca de hacerle desistir y si no, que se estrelle con esa miscelánea roja y separatista que quiere tener como madrina de gobernante. La mejor manera de auparse en Madrid es que su rival lo pierda todo, aliándose con la morralla. ¿No es eso?
     Díaz a la caza de Sánchez. Ahora sí. Tal vez haya vuelto a ese Altozano donde aparece comulgando delante del paso de la Virgen de la O en unas imágenes de valor incalculable que guardo como oro en paño. La misma Dolorosa, por cierto, ante la que hice la única película que he podido rodar, un mediometraje, por otro lado, manifiestamente pro-vida. Esas cosas dejan huella. Esta madre —tardía, como tantas hoy, pero madre, con todo lo mucho que eso significa— fue catequista allí, en la calle Castilla, ante la Virgen de la Esperanza, la misma advocación, aunque unos metros más allá, en la calle Pureza, que eligió para casarse. Entonces era conocida por sus vecinos como la nieta del fontanero. ¿Y si después de todo, una vez cambiada la presa de liebre por venado, introdujera en la vida pública española un poquito de cordura femenina?


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