lunes, 1 de febrero de 2016

¡AY, AQUELLA FAENA DE ARTETA EN EL MAESTRANZA!

Mientras España se debatía en uno de esos marasmos a los que tan aficionada es su historia, una mujer vasca de bandera (española) alzaba su voz —¡y qué voz!— en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, ciudad a la que según confesión propia, considera su segundo hogar. Durante hora y media había desgranado un recital lírico dedicado a Lorca con música del propio poeta y otros autores españoles de canciones populares transformadas para el piano y la garganta privilegiada de la soprano. Un teatro abarrotado siguió el programa atento y concernido, con la mirada del oído fija en la boca de la Arteta, los acordes de Rubén Fernández Aguirre y el taconeo de la bailaora, genial por cierto, que de todo hubo en la velada.
Pero lo mejor de la brillantísima actuación a cargo de una mujer portentosa que llena el escenario con su rostro y su figura llegó con los bises. Media hora de propinas que para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar allí resonarán en nuestros sentidos para siempre. Hasta entonces, la música había prevalecido con suma formalidad y académica talla. Pero Ainhoa se había soltado la melena rubia para su último tramo y es que iba calentando el ambiente conforme se aproximaba la apoteosis final. Enfundada en un ceñido traje rojo pasión y mostrando su alba dentadura capaz de reintegrar la ilusión a un desesperado, la cantante salió descalza a las tablas para obsequiar al auditorio una habanera de Carmen sencillamente arrebatadora. Fue bajando poco a poco al pasillo del patio, y allí protagonizó un acontecimiento artístico de primer orden que sin duda el Maestranza conservará entre sus más logradas galas. Fue recorriendo el espacio central de la faraónica sala lentamente, contoneándose y haciendo con las cuerdas vocales lo que le daba la gana. El frenesí se fue apoderando del público, que asistía atónito a una deslumbrante exhibición de coraje y sensualidad en la que la técnica desaparecía aplastada por la inspiración. Centenares de torsos se fueron girando como los de las contorsionistas del circo. Nadie dejaba escapar un hilo de aquel tiempo irrepetible, aquella joya del destino que todos atesorábamos con una codicia avarienta. Cantó dos veces seguidas la composición de Bizet, como si fuera la cigarrera misma que aguardaba para embarcar en la falúa rumbo a Triana dejando atrás la arena de la otra Maestranza. Dos veces seguidas, con el único acompañamiento del piano. ¡Y sus tonalidades llenaron el espacio del Maestranza como si tuviéramos sus labios junto al oído! Incluso de espaldas resplandecía su canto. ¿Cuántos metros cúbicos de aire es capaz de llenar esta criatura dorada de sentimientos?
Y no acabó ahí el derroche. Volvió a entrar en el escenario, todavía con los pies desnudos, para despedirnos con un pellizco de amor a la Patria. “De España vengo”, la danzarina partitura de “El niño judío”, se lanzó desde la caja de resonancia de su hermoso rostro hasta poner en pie a un mar de cuerpos enfervorecidos que parecían enarbolar pabellones nacionales con los colores que lucía la estrella desde su ropa y su cabellera.
Fue arrollador. Y no hacía falta preguntar el espíritu que latía en aquel foro, en cada uno de los corazones que vibraba con aquellas frases: “De España vengo, yo soy española… de España soy y mi cara serrana lo va diciendo, que he nacido en España, por donde voy”.

Por cierto, hubo un guiño que no todo el mundo captó, y es que esta gloriosa profesional del pentagrama, este pedazo de intérprete que sería además una actriz de cuerpo entero, cambió una vez la palabra “serrana” por la expresión “de vasca”. Prueben a tararearlo. Suena de dulce. Previamente había aclarado que en su genealogía hay treinta y dos apellidos vascos. Con personas y personalidades como ésta da gusto seguir sintiéndose español, a pesar de todo y de algunos.

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