Mientras
España se debatía en uno de esos marasmos a los que tan aficionada es su
historia, una mujer vasca de bandera (española) alzaba su voz —¡y qué voz!— en
el Teatro de la Maestranza de Sevilla, ciudad a la que según confesión propia,
considera su segundo hogar. Durante hora y media había desgranado un recital
lírico dedicado a Lorca con música del propio poeta y otros autores españoles
de canciones populares transformadas para el piano y la garganta privilegiada
de la soprano. Un teatro abarrotado siguió el programa atento y concernido, con
la mirada del oído fija en la boca de la Arteta, los acordes de Rubén Fernández
Aguirre y el taconeo de la bailaora, genial por cierto, que de todo hubo en la
velada.
Pero lo
mejor de la brillantísima actuación a cargo de una mujer portentosa que llena
el escenario con su rostro y su figura llegó con los bises. Media hora de
propinas que para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar allí resonarán en
nuestros sentidos para siempre. Hasta entonces, la música había prevalecido con
suma formalidad y académica talla. Pero Ainhoa se había soltado la melena rubia
para su último tramo y es que iba calentando el ambiente conforme se aproximaba
la apoteosis final. Enfundada en un ceñido traje rojo pasión y mostrando su
alba dentadura capaz de reintegrar la ilusión a un desesperado, la cantante
salió descalza a las tablas para obsequiar al auditorio una habanera de Carmen
sencillamente arrebatadora. Fue bajando poco a poco al pasillo del patio, y
allí protagonizó un acontecimiento artístico de primer orden que sin duda el
Maestranza conservará entre sus más logradas galas. Fue recorriendo el espacio
central de la faraónica sala lentamente, contoneándose y haciendo con las cuerdas
vocales lo que le daba la gana. El frenesí se fue apoderando del público, que
asistía atónito a una deslumbrante exhibición de coraje y sensualidad en la que
la técnica desaparecía aplastada por la inspiración. Centenares de torsos se
fueron girando como los de las contorsionistas del circo. Nadie dejaba escapar
un hilo de aquel tiempo irrepetible, aquella joya del destino que todos
atesorábamos con una codicia avarienta. Cantó dos veces seguidas la composición
de Bizet, como si fuera la cigarrera misma que aguardaba para embarcar en la
falúa rumbo a Triana dejando atrás la arena de la otra Maestranza. Dos veces
seguidas, con el único acompañamiento del piano. ¡Y sus tonalidades llenaron el
espacio del Maestranza como si tuviéramos sus labios junto al oído! Incluso de
espaldas resplandecía su canto. ¿Cuántos metros cúbicos de aire es capaz de
llenar esta criatura dorada de sentimientos?
Y no acabó
ahí el derroche. Volvió a entrar en el escenario, todavía con los pies
desnudos, para despedirnos con un pellizco de amor a la Patria. “De España
vengo”, la danzarina partitura de “El niño judío”, se lanzó desde la caja de
resonancia de su hermoso rostro hasta poner en pie a un mar de cuerpos
enfervorecidos que parecían enarbolar pabellones nacionales con los colores que
lucía la estrella desde su ropa y su cabellera.
Fue
arrollador. Y no hacía falta preguntar el espíritu que latía en aquel foro, en
cada uno de los corazones que vibraba con aquellas frases: “De España vengo, yo
soy española… de España soy y mi cara serrana lo va diciendo, que he nacido en
España, por donde voy”.
Por cierto,
hubo un guiño que no todo el mundo captó, y es que esta gloriosa profesional
del pentagrama, este pedazo de intérprete que sería además una actriz de cuerpo
entero, cambió una vez la palabra “serrana” por la expresión “de vasca”.
Prueben a tararearlo. Suena de dulce. Previamente había aclarado que en su
genealogía hay treinta y dos apellidos vascos. Con personas y personalidades
como ésta da gusto seguir sintiéndose español, a pesar de todo y de algunos.
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