Es tiempo de lecturas aparcadas
durante el invierno laborable y la primavera sensual. Los que sentimos
debilidad por la Historia pasamos entre brisas marinas páginas que siempre nos
traen noticias inéditas para nosotros, con la vibración de un periódico atento
a la actualidad… de hace décadas o siglos. Nada hay más vivo que la Historia,
ya que ésta revive en nuestra mente, en nuestra conciencia, incluso en nuestro
corazón en el momento mismo —ahora— de asistir a la “novedad”, de conocer algo
que hasta ese acto de aprehensión del pasado, ignorábamos.
Repasando hechos de otrora, he
caído en la cuenta de algo que me parece especialmente grave, sobre todo para
generaciones venideras (que por otra parte, ya están aquí). Se trata del clamoroso
vacío historiográfico que afecta a lo contemporáneo, al menos en España. Y
entiendo por tal no lo que nos enseñaron hace cuarenta años que lo era. Uno de
los mayores sinsentidos del estudio científico de la Historia es esa
clasificación absurda por la que la Prehistoria no es Historia —excuso decir
todo lo anterior— y los términos “antigua”, “media”, “moderna” y
“contemporánea” se aplican desde la perspectiva de unos señores que ya son
también Historia.
Cuando hablo de contemporánea me
refiero a coetánea de nosotros mismos. Mañana será otra cosa para los que nos
sucedan, pero hoy por hoy es nuestra Historia vital, la que ha acompañado
nuestro crecimiento y madurez; incluso la que ha determinado nuestro contexto
inmediato, el día a día de nuestra particular historia que se cerrará con el
final de nuestros días. Esta Historia casi carece de historiografía, porque lo
que hay, al menos de la Guerra Civil en adelante, es más bien un arsenal de
libelos antifranquistas a gran escala editorial y un puñado de monografías, de
muy restringida difusión, con aroma hagiográfico.
El origen de este fenómeno, como
el de tantos otros, hay que buscarlo en la politización de la Universidad, en
cuyo seno se ha desarrollado siempre la actividad historiográfica. La Universidad
española, que caminaba hacia la verdadera autonomía cuando fue cautivada (como
casi todo) por el socialismo rampante, es, hoy por hoy, presa de servidumbre
financiera por parte del poder político. En un sistema partitocrático, lo que
no gusta a quien tiene la sartén por el mango, sencillamente deja de existir. O
sólo se permite que exista cuanto sirve a la necesidad de subrayar los aspectos
más siniestros del enemigo. Es una guerra intelectual de la que han sido
víctimas los españoles nacidos del año 80 en adelante, los que tenían seis años
cuando entró en vigor la nueva legislación educativa y su filosofía partidista
de la mano de Felipe González y José María Maravall.
Desde entonces, las Universidades
—¿qué decir de los medios de comunicación, sobre todo la televisión, la gran
niñera de los nuevos españoles?— o bien investigan y publican sólo las
vertientes más negativas del franquismo o bien simplemente silencian cincuenta
años de la Historia de España. Esta realidad acaba calando en las demás etapas
educativas, contaminando los libros de texto escolares —de préstamo o
virtuales— y, por supuesto, la formación del profesorado.
El resultado es un vacío que
mutila nuestro conocimiento de unos años que, gusten o no, han modelado nuestra
manera de ser, nuestra vida cotidiana, nuestra visión del mundo y nuestra
capacidad de educar a nuestros hijos. Claro que también el bienestar económico
que hoy se cuartea hunde sus raíces en aquel tiempo que algunos titularon “de
silencio”. Y puede que aquí se halle la explicación acerca de por qué no se da
a conocer nuestra Historia de la guerra en adelante. Es preferible encargar
informas interesados —y salpicados de errores garrafales— para cambiar el
nombre a las calles.
Echo de menos que alguien indague
en los archivos de las instituciones y corporaciones del Estado entre 1936 y…
hoy mismo. Quisiera que alguien me mostrara, de forma divulgativa y a un tiempo
respetuosa de la técnica objetiva, qué hicieron la Cortes, los ministerios, la
Jefatura del Estado, los Gobiernos civiles, el Ejército, la Justicia, la
Iglesia, las diputaciones y los ayuntamientos de cada población española
durante ese periodo. Porque en 1939 no se produjo un big bang que detuviera el
quehacer de una nación como España. La Historia, como el río de Heráclito,
nunca se congela, siendo realmente la misma. Y más allá de que sea preciso
conocerla para dominarla y que no repita sus capítulos más funestos, los
ciudadanos de 2016 —y los que nos sigan— tenemos derecho (sí, derecho, que no
sólo existe el de votar) a saber de dónde venimos, siquiera sea para reconocer
los peligros a los que algunos nos pueden llevar otra vez.
Coda: Y sobre todo porque el
presente siempre debe interpretarse a la luz del pasado, lo cual puede iluminar
numerosas vergüenzas que unos y otros (ya me entienden) desean a toda costa
ocultar.
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