Pase lo que pase durante los
próximos meses en España y fuera de ella, lo cierto es que se apodera de
nuestras vidas públicas una extraña sensación de bloqueo que unos asociarán a
la calma chicha y otros a la normalidad, según se hallen encuadrados en el redil
de los apocalípticos o de los integrados como quería Eco. Para ceñirnos a
nuestro país, hemos de reconocer dos cosas: por un lado, resulta evidente que
sin renovación gubernamental todo parece funcionar aceptablemente bien; por
otro, el bloqueo se traduce en un engolfamiento letárgico que atenúa las
preocupaciones encapsulando sus causas. Por ejemplo, la prima de riesgo baja
pero la deuda sube. ¿Alguien lo entiende? Los indicadores empiezan a describir
esa línea zigzagueante que podría sacarnos del muermo o condenarnos a no saber
nunca a ciencia cierta qué está pasando.
Las contradicciones han sido
siempre un rasgo distintivo de los partidos políticos, y en una partitocracia
como la nuestra no mostrar nunca todas las cartas se ha convertido en una baza para
ir ganando partidas hasta la derrota final. El paro baja, pero la destrucción
de empleo sube; las hipotecas suben, pero el negocio bancario roza la
bancarrota; el consumo sube, pero la confianza empresarial baja. Estamos en
puertas de asistir a la gran paradoja: que todo suba y baje al mismo tiempo. El
déficit sube, pero no tanto como para que nos multen. El IPC se queda más o
menos como estaba —congelado desde hace años— pero los impuestos suben un 13,5
por ciento (hablo sólo de este año y de un ayuntamiento costero de rango medio
como el de Isla Cristina). Lo único que todo el mundo entiende es que aquí el
que no corre vuela y que algo huele en el ambiente como en la DGT o en Escandinavia.
Hace muy poco me contaban que un
conocido socialista incurso en el escándalo de los eres falsos se gastaba en
comilonas del orden de 30 euros por comensal en mesas de veinte como quien no
quiere la cosa. Aquí muy poca gente ha hecho sus deberes, razón por la cual
existe ese marasmo de fondo que ha obligado a repetir las elecciones sin que las
posiciones en el tablero se hayan movido, como no sea la irrupción del gran sorpasso que constituye haberle puesto
un techo inesperado al retorno de los comunistas. Pero los que engañaban siguen
viviendo del cuento, los que robaban siguen haciéndolo —aunque ahora sabemos
más cosas gracias al correo electrónico y a la Guardia Civil— y sólo cambia,
siempre progresivamente, el porcentaje de nuestro dinero que succiona el Estado
en sus distintas instancias.
El bloqueo tiene, no obstante,
una raíz “inmaterial”, y es que nadie (y cuando digo nadie me refiero al arco
parlamentario) es capaz de anteponer los intereses nacionales a los
particulares. España es rehén de un sistema, y sobre todo de una mentalidad,
que impide gobernar con libertad, porque desde los distritos municipales hasta
la presidencia de las audiencias provinciales, pasando por el largo rosario de
puestos públicos hasta llegar al único inmutable, todo, absolutamente todo,
está negociado con su correspondiente toma y daca y depende de unos pactos.
Muestras: Las alcaldías de Sevilla, Cádiz, Madrid o Barcelona; las comunidades
autónomas de Andalucía, Cataluña, Valencia, Castilla La Mancha, Extremadura; algo
así como un colador de plazas de mando y asesoramiento que ocupara el espacio
aéreo del territorio nacional, como la alcachofa de una regadera encargada de
distribuir el presupuesto común.
Esto es un mecano —prefiero eludir
lo del castillo de naipes, para no atraer el mal fario— de modo que si cambias
una pieza, lo demás no encaja. Va de abajo arriba, así que cuando llega la hora
de construir el nivel superior, el del BOE, las leyes orgánicas, el Poder
Judicial, las Fuerzas Armadas y de Seguridad y las relaciones internacionales —la
economía no sabemos ya dónde se decide— es casi imposible no alterar los demás puntos
sensibles del conjunto, con el resultado más temible para un partido: perder
dominios.
Si nuestros políticos, y el uso
que se ha hecho desde el principio de nuestra Constitución, pensaran en la
Patria antes que en nada más, como hacen en otros lugares, otro gallo nos
cantara, y se hubiera formado un gobierno fuerte con presidente efectivo desde
hace mucho. Pero ya ven: aquí nadie da puntada sin hilo, lo único que importa
es la bolsa —la de cada uno, como se acaba de ver con las claves para la
elección de la mesa del Congreso— y el partido, ese dios al que todo se rinde y
cuyos sacerdotes queman en su altar el incienso del poder para eternizarlo en
el podio.
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