(Publicado en los nueve periódicos del Grupo Joly el 31/8/16)
Los políticos españoles se han
especializado en el arte de la evasión. Discuten hasta la saciedad acerca de
cuestiones que les conciernen básicamente a ellos, incluyendo las llamadas, más
o menos retóricas, a trabajar por España, pero lo cierto es que olvidan
problemas puntales —no puntuales— que afectan a la vida cotidiana de esa
opinión pública cuya voluntad, tal vez por lo mismo, ni se inmuta cuando llega
la hora —cada vez más frecuente— de elegir en las urnas. Uno de esos polos de
preocupación es la (in)seguridad ciudadana.
Recuerdo que el trayecto, de 40
kilómetros, entre el aeropuerto londinense de Gatwick y la capital del Reino
Unido me impresionó por algo que no tiene nada que ver con los atractivos
presumibles para un turista español: la ausencia casi absoluta de rejas en unos
grandes ventanales —los típicos miradores victorianos— pensados para dejar que
entre la escasa luz natural del entorno, preservando en todo momento la más
ancha sensación de libertad. Algo parecido me ocurre cuando veo los jardines domésticos
de USA. Para mí, andaluz criado entre indeclinables oleadas de robos con
intromisión en las moradas —destino que acompaña a mi generación desde que
dimos el salto a la ciudadanía adulta— aquella visión inglesa a través de las
ventanillas del monovolumen que nos trasladaba a nuestro céntrico hotel fue una
sorprendente experiencia de pura envidia. ¿Por qué allí sí y en mi tierra no?
Lo confieso: sentí vergüenza y envidia.
Después, he tenido ocasión de
sufrir otras veces el zarpazo del delito, sin violencia gracias a Dios, salvo
que tengamos en cuenta la angustia y el miedo que lleva implícita cualquier
agresión a la propia integridad. La última vez ha sido hace sólo unos días.
Alguien ha robado a mi hijo y a un amigo sus macutos en la Feria de Málaga,
conteniendo móviles, documentación y dinero. Habrá más, con toda seguridad.
Recuerdo haber recibido un reproche policial al presentar una denuncia porque
mi casa carecía de reja en un hueco alto. Los otros seis vanos sí las tenían. No
pude reprimirme: “¿Quiénes son los que deben vivir entre barrotes?”
La delincuencia irrumpió
masivamente en nuestros hogares al calor de la droga allá por los años en que
no todo el mundo supo asumir sus derechos con respeto hacia los demás; es
decir, con un alto sentido de los deberes cívicos. Y llegó para quedarse. La
insuficiencia policial y judicial, de origen político, ha dejado que la
pleamar, tanto en el campo como en la ciudad, ahogue hoy por hoy las garantías
constitucionales que deben consagrar la auténtica paz social.
Pero, obviamente, ambas esferas
no tienen en su mano la solución última a este clima de amenaza para la
tranquilidad de la inmensa mayoría. Son los políticos, a través de sus
partidos, los que siguen sin atender a la obligación más esencial que comporta
su vocación: el bien común, que empieza por la defensa de la seguridad
ciudadana. Vivimos tiempos de contadores informáticos. Sería interesante que
algún cibernauta nos informara acerca de cuántas veces ha salido el tema —en
cualquiera de sus variantes— a lo largo de las dos últimas campañas
electorales. Incluso, yendo más allá, qué lugar ha ocupado en el ránking de los
debates, proposiciones y decretos registrados durante las últimas legislaturas.
Las conclusiones serían, probablemente, desoladoras. La razón la deduce un
niño: no les interesa. Es un hueso duro de roer. Se ha acumulado demasiado
tiempo sin poner manos a la obra. Hay demasiados estudios teóricos sobre la
mesa. La población reclusa es desbordante. Y las excusas —paro, exclusión,
desigualdades, crisis educativa, familias desestructuradas, bandas organizadas,
influencia perniciosa de los medios… — abrumadoramente ciertas como para que
alguien se atreva a proponer o ensayar remedios nuevos y mejores.
Mientras, el día a día de los
españoles sigue tropezando con ese temor latente u operante que solivianta y
empaña con cansina insistencia el equilibrio de las relaciones personales. Sin
caer en demagogias: que levante la mano quien no haya tenido más o menos cerca
o en sus carnes un caso de inseguridad —a menudo flagrante—. La democracia nace
de la confianza. No sólo de la que depositamos cada cuatro años en nuestros
gobernantes, sino de la que éstos hayan sido capaces de suscitar al cabo de los
cuatro siguientes. La temperatura —la calidad— de esa convivencia real la da no
sólo que si el timbre suena a las cinco de la mañana sea el lechero, sino que
cuando oímos crujir algo desde la cama sea el termostato del frigorífico.
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