(Publicado en los nueve periódicos del Grupo Joly el 20/9/16)
La Historia de la España que
arrancó en los albores de la Transición es la de la libre expresión, pero sobre
todo es la de la transparencia. O al menos, así quería ser y bien que lo
proclamaba. Un régimen de Opinión Pública y publicada tiene ganada la mitad del
camino hacia el triunfo de la honradez. La otra mitad es la que viene dada por
la información cabal. Porque de lo contrario, lo que se produce es una
pantomima, un grotesco, patético y monumental engaño. No hay día en que deje de
trascender un escándalo político o financiero de primera magnitud, y esto tiene
dos caras. La positiva es que vamos avanzando en el conocimiento de la verdad
histórica de la que se deriva cuanto hoy somos y podremos ser mañana. La otra
es que ha tardado mucho, demasiado, en aflorar esa parte de los hechos que
siempre nos remite a la sospecha de que hay más escondido y que tal vez nunca
alcanzaremos a descubrirlo.
La Justicia en España es lenta y
deficiente. Los partidos políticos han sido siempre —cada vez con más
compulsiva intensidad— unos virtuosos de las presiones sobre los medios de
comunicación independientes. Éstos se debaten, como cualquiera, entre la
resistencia numantina y la necesidad de subsistir, que sólo debe venir de la
audiencia que atrae a la publicidad. Es preciso arrojo, porque quien hace la
ley hace la trampa. Lo estamos viendo todos los días con la guerra de los
aforamientos, con la elección de los miembros del CGPJ y del Tribunal
Constitucional, amén de tanta racha de viento acre como agita el escenario
donde nos movemos.
Desde la trama de los Pujol hasta
los “eres” andaluces, pasando por una ruta de corrupciones capaces de polarizar
las primeras páginas de los periódicos desbancando a cualquier otra rama de la
actualidad, hemos llegado a un punto de nuestra vida colectiva monopolizado por
un único objetivo: saber. En tal sentido, la oportunidad que se abre al campo
del periodismo —sobre todo el escrito, que es el que marca el paso a los demás,
sin importar si es en papel o en pantalla— no tiene precedentes en nuestro
país. Hace treinta años creíamos que estábamos viviendo un tiempo áureo en la
revelación de la realidad compartida por los ciudadanos. No era así. Entonces
sabíamos poco, y después llegamos a saber menos todavía. Es ahora cuando suena
la campana del asalto definitivo, porque nos estamos jugando ni más ni menos
que la investigación continúe, que no la detenga nada ni nadie, y que lleguemos
a saber hasta el último rescoldo de la gran hoguera de vanidades alimentada con
el fuego de la mentira en torno al cual se expande el humo de la confusión.
Un pueblo que vive ajeno a lo que
sucede bajo sus pies no será nunca una sociedad soberana. La manipulación es la
gran enemiga de la salud pública en la que se asienta una democracia de recia
estirpe. Lo contrario es feble y por tanto peligroso. Navegamos en un mar
cuajado de grandes bloques de hielo sabiendo que la mayor amenaza nos aguarda
bajo la superficie del agua. Por eso es tan urgente afrontar sin miedo la
catarsis de saber todo lo posible y saberlo ya, de que los sumarios se abran
paso con diligencia, sin pereza y sobre todo que ningún juez de España sienta
el menor reparo en tirar de la manta, sea o no tiempo de elecciones —lo cual ya
es un estado punto menos que crónico. No es de recibo que el TC tenga en un
cajón el recurso del aborto años y años, mientras a diario se practican
trescientos, hasta quedar ya tan obsoleto como las Siete Partidas de Alfonso X.
Ni que se limite a “recordar” una y otra vez a los secesionistas los límites de
la Ley, en un ejercicio nemotécnico tan solemne como estéril. ¿Debemos creer
que los interpelados son de piedra?
Si tanto luchador como sigue
hollando la piel de toro ve que el sistema castiga el delito con presteza y
premia al que labora limpiamente contribuyendo al bien común, se activará el
músculo no ya de la economía sino de la marcha general de todas las cosas. La
función ejemplar de las autoridades lo es todo en una sociedad articulada, como
bien sabía Ortega. Ellas son el espejo donde se mira casi todo el mundo, y sólo
habrá confianza mutua —la fuente de toda prosperidad— cuando sepamos que nada
nos ocultan, porque de ser así, los resortes del estado de derecho actuarán
eficaz y rápidamente. Sin listas de espera que conduzcan a la impunidad de la prescripción
o descoordinaciones que entorpezcan la acción policial. Tener la verdad por
bandera —y conocerla bien— es la mejor garantía de progreso, el cambio que
beneficia a todos por igual.
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