Era una tarde de primavera
sevillana. El Partido Popular había reservado el espacio central del Prado de
San Sebastián, el mismo punto geográfico donde durante un siglo celebraron los
sevillanos y sus visitantes la Feria de Abril, para cerrar una campaña electoral.
Daba el mitin Mariano Rajoy, acompañado por la entonces plana mayor de los
populares andaluces. El líder del “partido conservador” sólo alcanzó la media
entrada, y eso que el emplazamiento no era grande. Tras los consabidos
ditirambos, Rajoy, que tiene un primo catedrático en Sevilla, tomó la palabra
para jalear a sus “masas”. Y entonces fue cuando el hombre empezó a dar tumbos
dialécticos salpimentados por un recurrente e imperdonable despiste. Y era que
cuando llegaba la hora de poner un ejemplo de buen hacer político y capacidad
de convocatoria electoral, sólo se le ocurría un nombre: Rita Barberá. La
alcaldesa de Valencia se había desplazado a Sevilla para la ocasión y el jefe
la sacaba a relucir, pidiendo para ella ovaciones una vez tras otra. Eran otros
tiempos.
El bochorno llegó cuando alguien
se hartó de las inconveniencias venidas de lo alto y le recordó al presidente
que allí estaba también Teófila Martínez, alcaldesa revalidada varias veces por
el pueblo gaditano. “¡Ah!, es verdad, también pido un aplauso para Teófila,
claro”, se descolgó el mitinero. Su obsesión, entonces, era Rita Barberá.
La política podía ser otra cosa.
Pero es lo que es. Al menos en España, y después de lo visto en EEUU, tal vez
lo sea en todas partes: una pesadilla esperanzada. No. No debemos perder la fe
en el despertar de las conciencias, pese a la miseria moral de los dirigentes,
llámense cúpulas de los partidos o aspirantes a gobernar desde el desolladero
del canallismo.
Yo tenía un profesor, del que
aprendí lecciones que nunca he olvidado, antes al contrario, vuelven como la
magdalena proustiana a mi recuerdo recrecidas, y que un día, explicando a Larra
—ya saben, “escribir en España es llorar”— se quedó como atascado al llegar a
la hora de su muerte. Sabemos que el pobrecito hablador se pegó un tiro ante el
espejo por mal de amores. Pero esa no fue la causa de su irreparable pérdida.
El articulista de “Vuelva usted mañana”, tan vigente hoy como entonces, murió… “de
asco”, según el padre Miguel, de fausta memoria para quienes le conocimos. Pues
eso, Rita Barberá también ha debido morir de asco, de sufrir ese acoso linchatorio
de una raza inmisericorde para la que justicia es llevar al cadalso (a la
guillotina) a alguien mucho antes de ser juzgado. Dicen, además, que todo ha
sido por mil euros. Si es así, ¿qué habría que hacer con los que han podido
malversar ochocientos millones en los “eres” andaluces?
En la retentiva de quienes hemos
asistido a este escrache por tierra, mar y aire, quedarán imágenes como las del
pasillo —¿diez metros?— que conduce a la sala de comisiones del Senado donde
tenía que comparecer. Ver cómo una jauría de “informadores” le impedían el paso
y casi le metían los micrófonos en la boca con tal de sacarle aunque fuera un
ronquido gutural, a lo que ella respondía incansable un “no haré declaraciones”,
mientras unos sufridos bedeles le abrían paso… Y al final, un “periodista”
exclamó: “¿Pero esto qué coño es? ¿No va a decir nada?”. Y así, ¿cuántas
escenitas? La última, hace unos días, cuando compareció ante el Tribunal
Supremo por primera y última vez entre gritos de choriza y otras lindezas. O aquellas
agresiones a su propio domicilio en Valencia.
Es la España cavernosa y
recurrente, ésa que se mueve entre el vómito montaraz de unos y la untuosa
cobardía de otros. Barberá llevó al PP al mayor pasaje de gloria de su ambigua
trayectoria, y a los españoles a descubrir parte del lupanar en el que nuestro
sistema ha ido acabando. Y me refiero, lógicamente, a quienes golpean el cadáver
que ellos mismos han creado. Más abyección sólo cabe encontrarla en las peores
acciones de los etarras, sus amigos y amigos de sus amigos.
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