Hay golpes de estado de gran
alcance, concentrados en el tiempo y confiados a la suerte. Así fue la
intentona de 1981, tal día como hoy, sobre el que, quizás alguna vez, sabremos
con seguridad lo que pasó; es decir, lo que pudo haber pasado después. Pero
otros golpes de estado son lentos, parsimoniosos, pacientes, mezquinos por sus
dimensiones del día a día, más cobardes y mucho más eficaces. En ellos,
prácticamente, no se arriesga nada, pero de ellos se puede sacar mucho
provecho. Víctimas las hay en ambos casos, sólo que son de distinta “índole”.
En los golpes rápidos los damnificados son visibles; en los otros, van quedando
en el campo de batalla poco, con lo cual pasan notoriamente inadvertidos.
Guerra lo clavó: “Lo que está
pasando en Cataluña es un golpe de estado a cámara lenta”. Y debía saberlo muy
bien, porque él ha conocido en butaca de escaño aquel otro del 23-F y ha
participado —démosle el beneficio cristiano sobre su grado de
conciencia— en el que ahora denuncia, al votar favorablemente la reforma del
Estatuto de la que vienen los lodos actuales. Siendo, además, presidente de la
comisión constitucional del Congreso de los Diputados de España.
Pues bien, ahora estamos
asistiendo y padeciendo un ejemplo modélico de la versión lenta de golpe a la
libertad. Algunos le llaman “escrache”. Yo le llamo gamberrismo. Lo puso de
moda, en su modalidad callejera, la Barcelona suburbial de la que ahora es
exponente su alcaldesa. Una tarde, el Gobierno de España gobernó y fue cuando
fueron a buscar, como en los tiempos del Chicago de Capone, a la vicepresidenta
a su domicilio para amedrentarla y hacer “política de base”. Entonces, con
inusitada celeridad, el equipo de Mariano Rajoy reaccionó y aprobó una ley que,
entre otras cosas, perseguía esta suerte de “saca” intelectual. Y se acabaron
los escraches.
Hay que reconocer que si la Ley
se cumpliera e hiciera cumplir en todos los rincones de la geografía nacional,
hoy viviríamos mucho mejor que antes de dicha ley. Pero las cosas distan cada
vez más de ser como el legislador dice que van a ser. Como sabrán, si su
incardinación generacional les induce a leer la Prensa, la Facultad de Derecho
de la Universidad de Sevilla ha sido escenario de una excepción jurídica grave
porque las autoridades académicas —léase rector, decano y gerente— negaron a la
Policía Nacional el acceso a su interior para proteger y garantizar un derecho
constitucional. Sí, en la Facultad de Derecho, insisto porque sospecho que tal
comportamiento tiene mucho que ver con que todavía queden islas donde el Estado
de Derecho brilla por su ausencia.
Una turba de desalmados provistos
de la peor arma de destrucción masiva que existe —la voz— impidieron con su
escándalo e improperios de la peor especie, que otro grupo humano, civilizado,
bien educado y abierto al intercambio de ideas, celebrase un debate sobre
ideología de género. Tras las “presiones” del Consejo de Alumnos (el
tristemente célebre “Cadus” de las algaradas estatutarias) y de Podemos —o como
diablos se llame la marca a efectos de bloquear el acto—, los llamados partidos
democráticos PP, PSOE y Ciudadanos, invitados a formar parte de la mesa,
declinaron la invitación o se retiraron en vísperas, dependiendo del nivel de
compromiso social/electoral de cada uno. Y así, los energúmenos vieron expedita
su agresión. Según la juez de Rita Maestre, no hubo tal, porque nadie tocó a
nadie con su cuerpo. Pero en Hamlet, el asesino del rey, vierte su veneno por
el oído del agredido que dormía. Esto me lo enseñó un psiquiatra progre que
conocía bien la condición humana, y estaba seguro de una cosa: cuando alguien
quiere hacer daño y no pagar por ello, usa el sonido, normalmente en forma de
lengua que articula palabras y alaridos.
Lo cierto es que, tras casi dos
horas de soportar el ataque sin devolver los escupitajos verbales, aquellos
mansos y respetuosos ciudadanos tuvieron que salir —una de las ponentes, por la
puerta trasera— porque los aberrantes secuaces de la corrección política, o sea
de la tiranía del pensamiento único que dictan determinados grupos de presión
con mayores o menores intereses económicos, había triunfado. Arrasando con su
violencia oral una propuesta de duda: ¿Es la ideología de género algo intocable?
Lo peor, desde luego, es que fuera, delante de las narices de la Facultad de
Derecho de Sevilla, en cuyas entrañas se celebraba el encuentro, varios
furgones de las Fuerzas de Seguridad del Estado velaban preparados por si el
rector magnífico o el excelentísimo señor decano se dignaban pedirles ayuda
para que la Universidad no se convirtiera en un archipiélago Gulag.
Coda: Hace años ya ocurrió algo
similar en el Paraninfo con un poeta cubano del exilio. El aula magna de las
aulas magnas sólo sirvió para que el acto fuera interrumpido y laminado por
unos aprendices de vándalos, acosadores y violadores de la única paz posible:
la del pensamiento y su expresión serena sin ataduras. Entonces, como cuando los hijos
de Atila destruyeron los accesos al Rectorado, la Policía hubo de quedar fuera
de las fronteras de la Fábrica de
Tabacos (que por algo tiene foso, garitas y sillares).
La denuncia del articulista pone de manifiesto lo que estos energúmenos entienden por libertad de pensamiento y de expresión. Esta proterva hermandad de la intimidación es la que tan fácilmente profiere el calificativo de fascista a cualquiera que no comulgue con ellos. Pero su comportamiento, lamentablemente consentido por hipócritas escrúpulos de la autoridad académica, es puro fascismo. Ejercido además por universitarios en el alma mater es un espectáculo de lo más penoso. Cabe preguntarse ¿qué magisterio ha podido influenciarles para tal comportamiento? No me sorprendería que alguno como el que se ha ejercido --no sé si seguirá ejerciéndose-- en la Facultad de Políticas de la Complutense.
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