A esa hora de los ángeles, no de
las brujas, en que el sol vespertino cae sobre la ciudad acariciando su cuerpo
previamente templado por el mediodía de las estaciones cálidas, me sucedió algo
que tiene mucho de cuento soñado, sobre todo porque no hay nada en él que no
pertenezca al reino verificable de lo que llamamos verdad. Acudía yo a una cita
fría y convencional con los números, pero no con su cariz esotérico, o al menos
sentimental, sino con la cara árida del elemento mercantil. Un matiz que
hablaba de vinculaciones con el mundo de la escuela y el hecho de que mi esposa
sufra como docente los azotes de este tiempo antididáctico y asilvestrado, no
exento además de maldad, me indujeron a marchar. Pero, en el último instante,
cuando ya me hallaba a la puerta de la sala, dos rostros hostiles me
disuadieron. Cada día soy más partidario de no dejar las cosas para una segunda
ocasión, porque ésta rara vez se presenta. De modo que cambié de opinión sobre
la marcha y me senté en un banco del que antaño se conocía como “Callejón de
los Pobres”, y que hoy está flanqueado por sendos bancos, de los otros, a sus
márgenes.
El quiebro abrupto que di a mi
tarde me situó en la mejor suerte que nos puede acompañar: vagar sin rumbo
disfrutando de cuanto nos rodea. Dejé que la mirada se posara donde y cuando
quisiera: transeúntes de esa otra forma de ejercer la mendicidad que es el
consumismo desbocado, colas de autobús, niños que juegan a la vida, jóvenes que
se juegan la vida en un encuentro con perspectivas de futuro. A mi alrededor,
otros bancos ocupados por otros habitantes de la rueda de la fortuna. Fue
entonces cuando sucedió el prodigio. En la turbamulta de sonidos que llamamos
urbe, uno casi nunca repara en uno determinado. Voces, frenos, motores, cierres
metálicos, ladridos, llantos infantiles, incluso el viento llevan su curso sin
que a nuestros reflejos se les dé un ardite. Esa tarde, a la hora de los
ángeles y de los pájaros, cuando la tibieza de las cosas requiere amor, a mí me
sorprendió en los oídos la repetición de un pasaje musical. Tal vez la modestia
del instrumento había hecho que prescindiera de atenderle la primera vez. Pero
la insistencia y la cercanía me hicieron girar la mirada. Y lo que hallé fue
esto: En el banco de al lado, un hombre entrado en años —después supe su edad,
84, aunque nadie lo diría— soplaba su armónica, hacia dentro y hacia fuera,
interpretando una melodía de Haendel, la música acuática para más señas.
Lo hacía como lo más natural del
mundo, sin desconectar en absoluto del entorno, siguiendo las reacciones de los
demás, entre los que muy pocos le dedicaban un segundo de su tiempo. Resultaba
inaudito y sin embargo, él tocaba como si respirase, aunque en el rabillo de
sus ojos se dibujaba un asomo de travesura inocente. ¿Una locura? ¿Un gesto de
rebeldía? ¿Simple felicidad, loca y rebelde? Intenté cruzar una mirada y
sonreírle de complicidad. Pero él vivía su mundo sin esperar aplausos ni
aceptaciones. Sólo tocaba su armónica, sin apartarse ni un ápice de la
corrección de las notas. Después supe que no sabía música, que tocaba de oído,
que le gustaban también las rancheras y la zarzuela. Supe que había trabajado
toda su vida en un banco, como los que nos escoltaban amenazadores. Por unos
minutos, el realismo mágico había cobrado carne y sangre. Le ofrecí una
tarjeta, sugiriéndole que me llamara si pensaba que podía poner banda sonora a
algún cortometraje. Le abrumaba la idea. Él era como un gorrión gordo (siempre
me he preguntado por qué recompuso el poeta sus rimas perdidas bajo el título
de “Libro de los gorriones”) caído de uno de los árboles que mediaban entre el
cielo terso de la Sevilla marcera y nuestras cabezas anónimas, encendidas a
ratos por el candor de la música —después tocó la Primavera de Vivaldi— y ese
viento solano del buen tiempo en la tierra de Justas y Rufina —alfareras y
mártires—, de Trajano y Adriano —ahí es nada—, de Isidoro y Leandro, de
Fernando y Alfonso su hijo sabio, de Bécquer y de Cernuda, de Velázquez y de
Murillo, de Castillo y de Turina, de Don Juan y de Mañara, de Carmen y del Gran
Poder. Y esa tarde, también de un amigo fugaz que venía como de otro mundo y
que hoy, al cabo de unos días, pienso que nunca estuvo allí ni sonó su armónica
—“tengo dos, ésta es bitonal, y la otra cromática”—, y que no tomó finalmente
el autobús 40 camino de lo que un zumbón de la Alameda antigua llamaría “el
otro barrio”, destino que, casualmente, era también el mío, donde hallé, cuando
yo habitaba una realidad mágica llamada juventud, el amor de mi vida, la otra
piel que acaricio, la que me arropa, anima y nutre.
El escritor sumerge al lector en su mundo poético, comunicándole las emociones, sentimientos y pensamientos que le embargan al contemplar una escena callejera. Nos habla en su encuentro con un músico anónimo, al sentirse vagabundo por unos momentos, de su calidad humana. Nos describe todo un mundo, donde se anudan la Sevilla de siempre con la de hoy, con una bella prosa poética.
ResponderEliminar