A la espera de poder abordar un
análisis sesudo de los acontecimientos catalanes, creo llegado el momento de
enfrentarnos con el problema como algo ineludible, aunque la precipitación de
este giro histórico que no lo parece —como todos— obligue a tomar la pluma de
punta gruesa con la que he escrito el título. Lo primero que es preciso
recordar tiene también que ver con la Historia, y no precisamente con la que
les enseñaron a nuestros hijos y ahora a nuestros nietos, sino con la
historiografía honesta, laboriosa y discreta cuyos últimos vestigios se afana
por erradicar la autodenominada “memoria histórica”. Porque todo esto tiene una
“etiología” que dicen ahora los profesionales, una génesis que decían nuestros
padres. Y el origen está en ese complejo antiespañol que arrastraban buena
parte de los “padres” de la Constitución y que no era sino reflejo de los
partidos que acudían a la Carrera de San Jerónimo en junio de 1977 con hambre
atrasada, en todos los sentidos. No se construyó un edificio para todos, no. Se
levantó un sistema sin cimientos, y hoy se viene abajo, por ahora parcialmente. Sé que esto que
escribo resulta —¿cómo diría?— angustiosamente incómodo para casi todo el
mundo, menos para los amantes de la verdad la diga Agamenon o Zapatero (el del concepto de nación discutido y discutible y el del estatuto emancipatorio para Cataluña).
El célebre título VIII de la
Carta Magna, del que ya casi nadie habla, es una puerta abierta a cualquier
cosa, incluida la secesión, como estamos viendo. Y que nadie se llame a engaño:
no se cerró la puerta porque no se quiso, porque en la reforma política que
hizo posible la transición no se incluyó lo que podría haber evitado la deriva
en la que nos encontramos: un distrito único nacional que impidiese el paso a
las instituciones para los llamados “nacionalistas”, en realidad separatistas, traición ésta que sólo aquellos sectarios empecinados en sostener que la Tierra
es plana, pueden negar a estas alturas. Y, evidentemente, en el aire flotaba el
luto y la amenaza constantes de la violencia terrorista.
Una Ley de leyes que en un
artículo señala que España es patria común e indivisible de los
españoles y en otro, líneas más abajo, que se compone de nacionalidades es una
confesión de impotencia ante la presión de quienes nunca creyeron en España. A
partir de esta plurinacionalidad de la Nación, se puede defender legítimamente
todo con la Constitución en la mano. Y por supuesto, el fin natural último de
dicho reconocimiento es la autodeterminación, como en las colonias que dejan de
estar sometidas y cuyos pueblos ejercen la legítima soberanía a la que les dan
derecho las metrópolis en retirada.
Recientemente, alguien con alto
mando en plaza y los colores de España en la camiseta reafirmaba que aquí sólo hay una soberanía nacional, la española. Permítanme una sonrisa entre flemática y maquiavélica.
¿Con dieciocho parlamentos una sola soberanía? Se me ocurren muchas cosas, pero
no quiero abusar de la sal gorda que me vería forzado a emplear, sobre todo si entramos en harina económica. ¿Cuánto han crecido en España los impuestos, los
puestos “de responsabilidad” financiados con fondos públicos y los presupuestos
de adjudicaciones, con su estela de corruptelas conocidas, gracias a la elefantiasis autonómica? ¿Tenía esto algo que
ver con las perspectivas autonómicas de los políticos? ¿O todo era un sincero
afán de autogobierno ligado inexorablemente a la democracia y al progreso y
acompañado de un flamear romántico de banderas al son de himnos decimonónicos?
Como todas las maldiciones
bíblicas, esto ya no tiene remedio. ¿Quién y cómo da marcha atrás? Nuestros
instintos básicos se rebelan, es cierto, y acuden a los medios más primitivos,
que siguen estando vigentes en el siglo XXI después de Cristo (ahora se dice “de
nuestra era”) igual que en el Neolítico, época ésta última a la que cada vez
nos parecemos más. Es la misma Constitución que afirma una verdad y su
contraria —y que todos y todas estamos obligados a cumplir, si ello es posible—
la que habla de velar por la integridad territorial como una de las funciones
de las Fuerzas Armadas. La ministra de Defensa y secretaria general del partido
en el Gobierno de la Nación así lo recordó —ante las mismas Fuerzas Armadas— el
día en que las autoridades catalanas hacían pública su convocatoria de
independencia. Hay también un artículo que se empieza a prestar a los chistes
fáciles y que faculta al Gobierno de la Nación para intervenir en cualquier
comunidad autónoma sediciosa. Pero este gran bochinche es mejor, como decía,
estudiarlo un poco más a fondo antes de escribir parte de lo que a uno le pide
el cuerpo.
Creo que el análisis es certero. La falta de mayorías parlamentarias para gobernar de las dos columnas del sistema PSOE-PP, llevaron a estas a pactar con fuerzas centrífugas nationalistas --sobre representadas por el distrito autonómico--. Esto llevó a la entrega de competencias que debían haber sido exclusivas del estado, como la educación, instrumentalizada por las fuerzas nationalistas para conformar los imaginarios identitarios colectivos frente a la unidad nacional española.
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