Con toda probabilidad contra su
deseo, el Instituto Armado fundado por el Duque de Ahumada se está erigiendo en
árbitro de la suerte histórica corrida por nuestro país y quién sabe si en
salvadora de la democracia. En un contexto donde la honradez suena cada vez más
a valor caduco, a traje apolillado condenado al fondo de armario, que un cuerpo
social del estado sobre el que siempre brillará la enseña del heroísmo
cotidiano sellado con la sangre de los agentes y sus familias, siga luciendo
como divisa el honor, y demostrándolo sin alharacas, es todo un respiro.
Si nos fijamos, casi todas las
operaciones de policía judicial contra la corrupción aparecen en verde. Cada
vez que el sistema escupe un tumor político —incluyendo la podredumbre
futbolística—, ahí está la Benemérita interviniendo y estampando su firma en
los telediarios. Los jueces confían en ella cuando la balanza de la Ley ha de
revalidar su imperio. Recordemos el caso de los “eres” (más de ochocientos
millones del erario público dilapidados): la juez Alaya lo puso enseguida en
manos de los “picoletos”, esos funcionarios civiles y militares a un tiempo que
siguen siendo sinónimo de cumplimiento del deber sin importar quién haya ganado
las últimas elecciones ni quién pueda ganar las siguientes.
Varios episodios recientes les
avalan como guardianes de nuestra libertad. Han atacado, investigando y
sirviendo al juez la información pertinente para sus pesquisas sumariales,
perversiones de la vida política en las que los partidos se han revelado
ineficaces, cuando no cómplices. Su lucha contra la suciedad institucional no
entiende de siglas, porque su dependencia de los poderes públicos tropieza
siempre con el “Todo por la Patria” de sus casas cuartel. De ahí el inmenso
error de haberlos retirado de circulación en el País Vasco y en Cataluña.
Pero algunas veces los políticos
desbarran, y ejecutan actos que, para ser muy respetuosos, nadie puede
entender. El ministro del Interior, que al llegar a Madrid confirmó en su cargo
al teniente general director de la Guardia Civil, al igual que hizo con la
Policía Nacional, ha suprimido la estructura heredada, asumiendo las funciones
que antes correspondían a un mando de la cadena jerárquica. Y lo ha hecho
coincidiendo con lo que Inocencio Arias —nada sospechoso de exaltado alarmista—
ha definido como “el momento más delicado desde 1940”, nada menos. “En tiempos
de tribulación no hacer mudanza”, aconsejaba el fundador de la Compañía de
Jesús, el antiguo soldado que organizó a sus religiosos a la manera de un
ejército, ciertamente celestial pero no sólo eso. Pues el ex alcalde de Sevilla
ha escogido una de las situaciones más atribuladas de los últimos tres cuartos
de siglo para acometer un cambio que, a juzgar por los pronunciamientos de las
asociaciones del tricornio, no ha sido nada bien acogido, y tras el que se
insinúa la sombra de las conveniencias partidistas.
Sucedía todo ello mientras la
extrema izquierda que boicotea violentamente al turismo en Barcelona convocaba
una manifestación contra la Guardia Civil ante su sede en la Ciudad Condal.
Afortunadamente, un puñado de catalanes defensores de España acudieron para
mostrar su simpatía y gratitud a los guerreras verdes. La vanguardia del estado
español en Cataluña lleva hoy, por orden judicial, la marca de “la cartilla”.
Si hay alguien que ha sido interrogado sobre sus intentos secesionistas como
testigo y ha salido del cuartelillo como imputado (ahora “investigado”); es
decir, si alguien ha recibido el encargo de actuar ya, sin rodeos y con la
Constitución en la mano, pero resueltamente y sin miedo, ese alguien, contra
quien los traidores a España han abierto fuego jurídico, es un oficial de la
Guardia Civil, que supo aportar ante la autoridad judicial los datos necesarios
para que la Ley y la democracia sigan vigentes en todo el territorio nacional.
La transparencia, esa virtud de
todo sistema sociopolítico que encabeza a todas las demás, ese antídoto frente
al derrumbamiento de la verdad y sus resortes establecidos, la savia de la
convivencia, tiene hoy y aquí a un valedor al que conviene más que nunca (al
menos desde la Guerra Civil) mantener en forma. Su teléfono es el 062. Su paga,
la tranquilidad de las gentes. Su divisa desde 1844, el honor, caiga quien
caiga.
Oportunisima apología y denuncia la de este artículo. No se entiende la decisión del actual ministro de Interior, más viniendo de un político de centro derecha y juez de profesión. Debería dar explicaciones más claras, pues las que se han dado oficialmente por el ministerio no convencen. Valiente el articulista que muestra su libertad e independencia de criterio.
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