Supongamos por un momento que los
resultados del 21 de diciembre en Cataluña no son los que el Gobierno de Rajoy
y la mayoría de los españoles deseamos. Una vez traspasado el Rubicón del 155,
el Ejecutivo podía haber dispuesto casi a su antojo de los recursos que le
proporcionaba la Constitución, aplicada en este punto por primera vez en la
Historia. Gozaba de una holgada mayoría absoluta en el Senado, entidad en cuya
mano estaba autorizarle. En aquel momento, tras las semanas más tensas y
peligrosas de la vida nacional tras la transición, el Partido Popular lo tenía
todo a su favor, empezando por la sospechosa pero útil mansedumbre de los
cargos públicos secesionistas, que entregaron el poder apenas sin la menor
resistencia, cuando todos nos temíamos lo peor, la reedición, mucho más
violenta, de los durísimos incidentes protagonizados por cuarenta mil personas
la noche del 20 de septiembre en torno a los vehículos de la Guardia Civil. Precisamente
era éste el punto álgido del tira y afloja del que pendía el futuro de Cataluña
y de España en general.
La praxis hace a menudo la manera
de pensar de las multitudes. Tal vez por eso, el presidente prefirió sorprender
a muchos primero con el plazo libremente autoimpuesto de seis meses para
devolver las competencias al Parlamento —ya nuevo— autonómico. Nadie le
obligaba. Una labor de zapa y socavamiento como la llevada a cabo
sistemáticamente y bien alimentada por fondos tanto públicos como privados
durante el largo viaje de la autonomía exigía, si se quería al menos minimizar
sus efectos, una proyección indefinida en el tiempo. Pero eso debió parecerle
al gallego poco decoroso institucionalmente, aunque fuera lo que se percibía en
el ambiente que le demandaba su electorado y lo único que le permitiría estar a
la altura de las graves circunstancias. Más adelante, las precipitadas
conversaciones y visitas del “líder” de la oposición tamizarían las cosas de
modo que un paso del calibre del registrado horas antes quedaba en entredicho
por una aplicación más bien estrecha del mismo. Así, eligió incluso adelantar
el plazo de seis meses a dos, y anunciarlo por sorpresa dejando a todos con la
mandíbula desencajada. Lo inesperado de la medida la revestía de eficacia e
idoneidad. Por fin, Rajoy gobernaba, y parecía dominar la situación.
Supongamos, empero, que la
solución electoral no es la panacea. Supongamos que en dos meses, y por mucho
que la tentativa del 27 de octubre no haya triunfado, las pulsiones profundas
del independentismo catalán en lugar de haber desaparecido se recrudecen.
Supongamos que el día del Gordo nos encontramos con un Parlamento catalán
diferente, sí, pero no en el sentido que se esperaba sino en el contrario. Me
explico.
En el intercambio epistolar entre
el presidente Rajoy y el president Puigdemont, el primero lanzó el que podría
considerarse su último misil dialéctico cuando le recordó a su corresponsal que
las formaciones promotoras y sancionadoras de la declaración independentista no
representaban a la mayoría de los votos catalanes. La Ley D´Hondt, como tantas
otras veces, les daba algunos escaños más, pero éstos no reflejaban la realidad
global de los sufragios. Era éste, si lo miramos con una óptica escrupulosa, el
argumento definitivo para resolver tan grotesco episodio. Es más, ante Europa y
el resto del mundo, la imagen de España quedaba a salvo de cualquier ataque
basado en consideraciones puramente democráticas. Era una baza que Rajoy podría
haber mantenido en la caja fuerte cuanto tiempo hubiese querido. Pero prefirió
el riesgo. El análisis de la operación lo dejo a los especialistas. Lo cierto
es que el 21 de diciembre se enfrenta a un panorama tan incierto como quedarse
desnudo ante una hipotética mayoría de votos, sin precedentes, en las filas
separatistas.
Pero hay más. Supongamos —lo cual
no requiere demasiada imaginación— que los partidos socialistas español y
catalán deciden someter a Rajoy a una moción de censura. Hoy por hoy, con la
izquierda radical que reina en el Congreso, tal alternativa sería perfectamente
viable. Caería el Gobierno y caería el Senado. ¿Qué composición tendría la
Cámara alta de producirse dicho escenario? ¿Perdería también el Partido Popular
la mayoría en el órgano llamado a renovar la suspensión de competencias
autonómicas?
Hay suposiciones que uno tal vez
no debería poner por escrito. Pero cada cual está hecho en su molde, y el mío
no es el del mutismo.
Publicado en las nueve cabeceras del grupo Joly el 7-12-17
(Tirada OJD: 60.000 ejemplares)
(Tirada OJD: 60.000 ejemplares)
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