viernes, 8 de diciembre de 2017

SUPONGAMOS...

Supongamos por un momento que los resultados del 21 de diciembre en Cataluña no son los que el Gobierno de Rajoy y la mayoría de los españoles deseamos. Una vez traspasado el Rubicón del 155, el Ejecutivo podía haber dispuesto casi a su antojo de los recursos que le proporcionaba la Constitución, aplicada en este punto por primera vez en la Historia. Gozaba de una holgada mayoría absoluta en el Senado, entidad en cuya mano estaba autorizarle. En aquel momento, tras las semanas más tensas y peligrosas de la vida nacional tras la transición, el Partido Popular lo tenía todo a su favor, empezando por la sospechosa pero útil mansedumbre de los cargos públicos secesionistas, que entregaron el poder apenas sin la menor resistencia, cuando todos nos temíamos lo peor, la reedición, mucho más violenta, de los durísimos incidentes protagonizados por cuarenta mil personas la noche del 20 de septiembre en torno a los vehículos de la Guardia Civil. Precisamente era éste el punto álgido del tira y afloja del que pendía el futuro de Cataluña y de España en general.
La praxis hace a menudo la manera de pensar de las multitudes. Tal vez por eso, el presidente prefirió sorprender a muchos primero con el plazo libremente autoimpuesto de seis meses para devolver las competencias al Parlamento —ya nuevo— autonómico. Nadie le obligaba. Una labor de zapa y socavamiento como la llevada a cabo sistemáticamente y bien alimentada por fondos tanto públicos como privados durante el largo viaje de la autonomía exigía, si se quería al menos minimizar sus efectos, una proyección indefinida en el tiempo. Pero eso debió parecerle al gallego poco decoroso institucionalmente, aunque fuera lo que se percibía en el ambiente que le demandaba su electorado y lo único que le permitiría estar a la altura de las graves circunstancias. Más adelante, las precipitadas conversaciones y visitas del “líder” de la oposición tamizarían las cosas de modo que un paso del calibre del registrado horas antes quedaba en entredicho por una aplicación más bien estrecha del mismo. Así, eligió incluso adelantar el plazo de seis meses a dos, y anunciarlo por sorpresa dejando a todos con la mandíbula desencajada. Lo inesperado de la medida la revestía de eficacia e idoneidad. Por fin, Rajoy gobernaba, y parecía dominar la situación.
Supongamos, empero, que la solución electoral no es la panacea. Supongamos que en dos meses, y por mucho que la tentativa del 27 de octubre no haya triunfado, las pulsiones profundas del independentismo catalán en lugar de haber desaparecido se recrudecen. Supongamos que el día del Gordo nos encontramos con un Parlamento catalán diferente, sí, pero no en el sentido que se esperaba sino en el contrario. Me explico.
En el intercambio epistolar entre el presidente Rajoy y el president Puigdemont, el primero lanzó el que podría considerarse su último misil dialéctico cuando le recordó a su corresponsal que las formaciones promotoras y sancionadoras de la declaración independentista no representaban a la mayoría de los votos catalanes. La Ley D´Hondt, como tantas otras veces, les daba algunos escaños más, pero éstos no reflejaban la realidad global de los sufragios. Era éste, si lo miramos con una óptica escrupulosa, el argumento definitivo para resolver tan grotesco episodio. Es más, ante Europa y el resto del mundo, la imagen de España quedaba a salvo de cualquier ataque basado en consideraciones puramente democráticas. Era una baza que Rajoy podría haber mantenido en la caja fuerte cuanto tiempo hubiese querido. Pero prefirió el riesgo. El análisis de la operación lo dejo a los especialistas. Lo cierto es que el 21 de diciembre se enfrenta a un panorama tan incierto como quedarse desnudo ante una hipotética mayoría de votos, sin precedentes, en las filas separatistas.
Pero hay más. Supongamos —lo cual no requiere demasiada imaginación— que los partidos socialistas español y catalán deciden someter a Rajoy a una moción de censura. Hoy por hoy, con la izquierda radical que reina en el Congreso, tal alternativa sería perfectamente viable. Caería el Gobierno y caería el Senado. ¿Qué composición tendría la Cámara alta de producirse dicho escenario? ¿Perdería también el Partido Popular la mayoría en el órgano llamado a renovar la suspensión de competencias autonómicas?

Hay suposiciones que uno tal vez no debería poner por escrito. Pero cada cual está hecho en su molde, y el mío no es el del mutismo.

Publicado en las nueve cabeceras del grupo Joly el 7-12-17
(Tirada OJD: 60.000 ejemplares)

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