Cuando el capitán de una compañía
cae en primera línea, pueden pasar dos cosas: si el cuerpo de ejército está
bien disciplinado y sabe lo que quiere se mantiene formado y avanza como si su
jefe continuara en pie; pero si cunde el desconcierto, la debacle es total.
¿Qué ocurrirá con la batalla judicial contra la insurrección separatista ahora
que el encargado de guiarla no está ni volverá a estar al frente de la lucha
jurídica? Los interrogantes se apelmazan en situaciones tan graves como la
actual. La muerte, siempre inoportuna, ha sido esta vez alevosa, por cuanto
deja al estado de derecho a los pies de los caballos siempre encabritados de la
impunidad.
El nombre y la imagen de José
Manuel Maza estarán siempre asociados en la memoria de muchos a una escena clave
de la tan asendereada vida nacional desde el pasado 6 de septiembre. Fue el
Fiscal General el primero en desenfundar las armas de la Ley para incriminar a
cuantos hubieran participado en la intentona golpista de Cataluña. Lo hizo con
una resolución y un temple que últimamente se añoran dondequiera que uno mire a
lo largo de la política nacional, al menos dentro de los confines de los arcos
parlamentarios. Para quien pusiera en los sucesos de aquellos días la atención
que merecían, las palabras de Maza supusieron un respiro, hasta el extremo de recibirlas
de su voz como si las hubiésemos redactado nosotros mismos. Era la ansiada
determinación, el espíritu asertivo que proporciona tomar las riendas, o si se
prefiere el toro por los cuernos y tirar “palante”, que diría un castizo. Justo
lo que echamos de menos en quien le nombró.
Hasta ahora, teníamos dos
personas, dos instituciones encarnadas por ellas, que eran garantía última de
fiabilidad en los resortes legales de la unidad nacional: el Rey y el Fiscal
General. El comunicado de éste último al que me vengo refiriendo, leído el 30
de octubre en la sede del órgano judicial con la solemnidad que exigía la
actuación en cuestión, constituía la más contundente reacción por parte del
ordenamiento jurídico ante el dantesco acto delictivo registrado tres días
antes. Terminó la lectura del texto sin que la mano le hubiera vacilado ni un
instante, lo cual, teniendo en cuenta la envergadura del paso dado —la presentación
de querellas contra todos los promotores de la independencia, empezando por el
Gobierno catalán— me pareció un rasgo digno de un gran hombre. Era un detalle
que contrastaba con otro de una vileza inaudita. Los amantes de los medios
audiovisuales solemos fijarnos en estas cosas. La primera sesión parlamentaria
para aprobar la independencia, la que finalizó el 6 de septiembre con la
votación forzada de la llamada “ley del referéndum”, fue retransmitida
íntegramente y en directo por la televisión catalana. No hace falta añadir que
TV3 sirvió la señal que más convenía a sus mentores, tal y como sigue haciendo
hoy aunque los supervisores, en teoría, hayan cambiado. Cuando llegó el momento
de votar, tras unos debates de sainete dramático, los no secesionistas se
ausentaron de la sala, pero dejaron banderas españolas y catalanas en sus
escaños. Todos esperábamos ver un plano general de los diputados presentes y de
los asientos vacíos. Pero la manipuladora televisión autonómica cerró el zoom
de la cámara y lo fijó, durante minutos y minutos en el busto parlante de la
presidenta Forcadell, que había forzado torticeramente cada minuto de aquella
jornada para sacar adelante “como fuera” la ley de ruptura. Fue un engendro informativo
condenado en todos los manuales de lenguaje televisual del mundo, salvo,
probablemente, los bolivarianos, los castristas y los norcoreanos. Lo cierto es
que TV3 escamoteó a todos la realidad de medio Parlamento aprobando de hecho la
secesión del “país”.
Tal desmán, como decía, estaba en
las antípodas de aquella otra ilustración audiovisual de un fiscal general exponiendo
concisa y someramente la postura del estado ante el reto protagonizado por una
parte, ciertamente muy minoritaria, de su población. Recientemente, el fiscal
jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Jesús García Calderón,
escritor impenitente e inspirado además de amabilísima persona, y subordinado
jerárquico por tanto del finado, refería que el artículo 48, si no recuerdo
mal, de la reglamentación de actos notariales —agradeceré a quien corresponda
que me rectifique si me equivoco— era un poema medido con la sobriedad de la
hondura desnuda, requisito éste que todo vate con talento cultiva. Pues eso
mismo reconocí yo en la pieza de José Manuel Maza, que podemos escuchar de su
boca gracias al milagroso Internet. Y nuevamente, observando las faltas en el
último adiós, la talla de los grandes se fija por la raza de los ladradores.
Como siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario