jueves, 26 de julio de 2018

CINCO MIL AÑOS NOS CONTEMPLAN


Al atardecer, las jaras del Alentejo se mecen agostadas ya por el aire caliente del Sur, que las acaricia como un varón fuerte presto para la batalla del invierno. Sobre un montículo descaradamente artificial, se levantan dos hitos en paralelo. Dos personajes mitológicos desnudos y erectos. Dos atlantes inesculpidos, bloques pétreos emparejados por un instinto más que ancestral, cósmico. Desviarse desde la carretera general es internarse en la soledad de un campo galáctico. Se oye la grava presionada por los neumáticos, música perfecta para un avance sideral y rústico, carraspera telúrica con cierta similitud en las bandas sonoras de las cintas de celuloide muy gastadas por sesiones de sueños compartidos.
Se pasa de soslayo por un pueblo fantasma. Todo parece indicar que sus habitantes duermen o mueren, que es lo mismo. Con certeza dormitan, mezcla sin mancha de soberbia. El coche cae en un socavón de socavones y su balanceo violento acongoja como presagiando una catástrofe que, por supuesto, no sucede. Todo tiene la inquietud azorada de la ida, sin saber dónde ni cuándo nos encontraremos cara a cara con el misterio. La última señal que denota “monumentos megalíticos” nos sitúa ante un escenario entre bélico y carcomido por un tiempo corto y vil: un cartelón destrozado en la cuneta habla de una adjudicación gubernamental con detalle monetario. Informa de un proyecto de “puesta en valor”. O en uso, no recuerdo. Lo cierto es que recuerda los palimpsestos de civilizaciones perdidas, aunque sólo tiene una antigüedad de algunos lustros (pocos). Allá en lo alto hay dos monolitos hincados señalando el cielo desde hace cinco mil años. Y siguen erguidos, clavados en el suelo que hirieron entonces, metafísicamente verticales, haciendo guardia bajo sol y estrellas ¿cuántos turnos ya? No parecen cansados, sí desgastados en su piel calcolítica que ha devuelto a la tierra lo que es tierra en forma de polvo. Han estado aislados en medio del horizonte 4.990 años, aproximadamente; tal vez más. Y entonces, una tribu humana dotada de presupuestos y burocracia ha actuado allí, para colocar un tablero efímero que le dice a nadie lo que a nadie le importa.
El hombre, cinco mil años después de que aquellos remotos antepasados suyos pensaran, tallaran y colocaran aquellos menhires, los rodeó de una vallas metálicas, puso un pestillo en la puerta, abrió unas ventanitas sobre las que colgó unas pequeñas tablas que reproducían, como en las cavernas, una representación icónica, la de una cámara fotográfica. Y construyó un sendero señalizado con pequeños postecillos a ambos lados para conducir hasta allí desde un pequeño espacio de aparcamiento que completó con un entramado de barras de acero para sostener un sombrajo que si alguna vez existió no ha dejado huella de sí. Finalmente, levantó una escalera de madera, de unos cuantos peldaños, con barandilla, por la que hoy es muy peligroso subir: todo está medio suelto, esperando un peso inesperado que lo hunda.
La eternidad es despiadada. Digo la eternidad y no sé lo que digo, pues algún día, quizás dentro de otros cinco mil años, esos testimonios de las pasiones humanas inalterables caerán también desmoronados por el único dios que rivaliza —o eso parece— con el Dios verdadero, el Eterno: el tiempo. Pero por ahora, el combate y su victoria es de lo antiguo, es decir de lo intemporal. Llegar a los menhires de Lavajo es como comprobar que no somos nadie, algo que alguien muy parecido a nosotros descubrió y dejó señalado para los siglos en un promontorio perdido a orillas del Guadiana, que entonces tampoco existiría.
Cinco mil años nos contemplaban cuando llegamos allí, y tras seguir obedientes la trocha delimitada por los postecillos, se alzaron ante nuestros ojos aquellas figuras idolátricas extraídas de la entraña del pasado para dispararse hacia el firmamento. “Arriba, arriba”, parecían decirnos en voz baja, rodeados como estábamos por un silencio espectral. Allá arriba está todo, entonces como ahora. Lo dicen dos piedras venidas de abajo. Éramos dos personas firmes en torno a dos índices de granito. ¿Quién estaba más vivo, los cuerpos duros e inanes o los de carne y hueso, que contenían la respiración para escuchar el mensaje desprendido por sus interlocutores, seres que bien podrían ser de otros planetas e incluso haber albergado alguna suerte de inteligencia que todavía parecía hallarse en ellos?
Salimos de allí impactados por el abismo interior e infinito que aquel doble venero de preguntas nos había lanzado. Buscamos sin éxito el segundo núcleo, que se mencionaba en unos de los paneles instalados cuando “la puesto en valor”. En realidad, parecía que se lo había vuelto a tragar la tierra. Temimos extraviarnos y volvimos sobre nuestros pasos. Después, en Internet, he hallado nuevas citas, pero ni una sola fotografía, ni un plano, nada que dé fe de su existencia. ¿Qué fue de Lavajo II? ¿Lo expoliaron, lo destruyó un rayo celoso, fue trasladado a un museo, no existió nunca más que en la imaginación febril de un arqueólogo enloquecido por ese torrente de interrogantes con el que los menhires torpedean al visitante?

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