Al atardecer, las jaras del
Alentejo se mecen agostadas ya por el aire caliente del Sur, que las acaricia
como un varón fuerte presto para la batalla del invierno. Sobre un montículo
descaradamente artificial, se levantan dos hitos en paralelo. Dos personajes
mitológicos desnudos y erectos. Dos atlantes inesculpidos, bloques pétreos
emparejados por un instinto más que ancestral, cósmico. Desviarse desde la
carretera general es internarse en la soledad de un campo galáctico. Se oye la
grava presionada por los neumáticos, música perfecta para un avance sideral y
rústico, carraspera telúrica con cierta similitud en las bandas sonoras de las
cintas de celuloide muy gastadas por sesiones de sueños compartidos.
Se pasa de soslayo por un pueblo
fantasma. Todo parece indicar que sus habitantes duermen o mueren, que es lo
mismo. Con certeza dormitan, mezcla sin mancha de soberbia. El coche cae en un
socavón de socavones y su balanceo violento acongoja como presagiando una
catástrofe que, por supuesto, no sucede. Todo tiene la inquietud azorada de la
ida, sin saber dónde ni cuándo nos encontraremos cara a cara con el misterio.
La última señal que denota “monumentos megalíticos” nos sitúa ante un escenario
entre bélico y carcomido por un tiempo corto y vil: un cartelón destrozado en
la cuneta habla de una adjudicación gubernamental con detalle monetario.
Informa de un proyecto de “puesta en valor”. O en uso, no recuerdo. Lo cierto
es que recuerda los palimpsestos de civilizaciones perdidas, aunque sólo tiene
una antigüedad de algunos lustros (pocos). Allá en lo alto hay dos monolitos
hincados señalando el cielo desde hace cinco mil años. Y siguen erguidos,
clavados en el suelo que hirieron entonces, metafísicamente verticales,
haciendo guardia bajo sol y estrellas ¿cuántos turnos ya? No parecen cansados,
sí desgastados en su piel calcolítica que ha devuelto a la tierra lo que es
tierra en forma de polvo. Han estado aislados en medio del horizonte 4.990
años, aproximadamente; tal vez más. Y entonces, una tribu humana dotada de
presupuestos y burocracia ha actuado allí, para colocar un tablero efímero que
le dice a nadie lo que a nadie le importa.
El hombre, cinco mil años después
de que aquellos remotos antepasados suyos pensaran, tallaran y colocaran
aquellos menhires, los rodeó de una vallas metálicas, puso un pestillo en la puerta,
abrió unas ventanitas sobre las que colgó unas pequeñas tablas que reproducían,
como en las cavernas, una representación icónica, la de una cámara fotográfica.
Y construyó un sendero señalizado con pequeños postecillos a ambos lados para
conducir hasta allí desde un pequeño espacio de aparcamiento que completó con
un entramado de barras de acero para sostener un sombrajo que si alguna vez
existió no ha dejado huella de sí. Finalmente, levantó una escalera de madera,
de unos cuantos peldaños, con barandilla, por la que hoy es muy peligroso
subir: todo está medio suelto, esperando un peso inesperado que lo hunda.
La eternidad es despiadada. Digo
la eternidad y no sé lo que digo, pues algún día, quizás dentro de otros cinco
mil años, esos testimonios de las pasiones humanas inalterables caerán también
desmoronados por el único dios que rivaliza —o eso parece— con el Dios
verdadero, el Eterno: el tiempo. Pero por ahora, el combate y su victoria es de
lo antiguo, es decir de lo intemporal. Llegar a los menhires de Lavajo es como
comprobar que no somos nadie, algo que alguien muy parecido a nosotros
descubrió y dejó señalado para los siglos en un promontorio perdido a orillas
del Guadiana, que entonces tampoco existiría.
Cinco mil años nos contemplaban
cuando llegamos allí, y tras seguir obedientes la trocha delimitada por los
postecillos, se alzaron ante nuestros ojos aquellas figuras idolátricas
extraídas de la entraña del pasado para dispararse hacia el firmamento.
“Arriba, arriba”, parecían decirnos en voz baja, rodeados como estábamos por un
silencio espectral. Allá arriba está todo, entonces como ahora. Lo dicen dos
piedras venidas de abajo. Éramos dos personas firmes en torno a dos índices de
granito. ¿Quién estaba más vivo, los cuerpos duros e inanes o los de carne y
hueso, que contenían la respiración para escuchar el mensaje desprendido por
sus interlocutores, seres que bien podrían ser de otros planetas e incluso
haber albergado alguna suerte de inteligencia que todavía parecía hallarse en
ellos?
Salimos de allí impactados por el
abismo interior e infinito que aquel doble venero de preguntas nos había
lanzado. Buscamos sin éxito el segundo núcleo, que se mencionaba en unos de los
paneles instalados cuando “la puesto en valor”. En realidad, parecía que se lo
había vuelto a tragar la tierra. Temimos extraviarnos y volvimos sobre nuestros
pasos. Después, en Internet, he hallado nuevas citas, pero ni una sola
fotografía, ni un plano, nada que dé fe de su existencia. ¿Qué fue de Lavajo
II? ¿Lo expoliaron, lo destruyó un rayo celoso, fue trasladado a un museo, no
existió nunca más que en la imaginación febril de un arqueólogo enloquecido por
ese torrente de interrogantes con el que los menhires torpedean al visitante?
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