El cerro de Mértola está coronado
por un castillo en el que tuvo su sede la Orden de Santiago durante un siglo.
Fue puesto de avanzada a orillas del Guadiana en la campaña para arrebatar al
Islam tierras que fueron antaño cristianas. Y de ello da fe, sobre otra
elevación del terreno, uno de los enclaves más emotivos para un seguidor de
Jesús y hasta para cualquier persona medianamente culta y sensible que salpican
aquellas latitudes ibéricas —portuguesa una orilla y española la otra.
La iglesia paleocristiana de
Mértola (ignoramos su advocación, si es que la tuvo), fue también necrópolis
del siglo V al VIII, y allí reposaron igualmente, mirando a la Meca, los restos
de numerosos mahometanos. Es, sin duda, un lugar santo, en el que después se
alzó una escuela y hoy, felizmente recuperado para la ciencia arqueológica,
pueden visitarse sus ruinas bajo un moderno y funcional edificio. Sobre el
pavimento exterior se ha marcado el perímetro de la basílica, de unas
proporciones que delatan las que debió tener el pueblo cristiano de Myrtilis a
lo largo de aquel tiempo indefinido que se cerró temporalmente en el 711 y que
heredó la cultura grecorromana junto a los despojos del Imperio latino.
El trozo de superficie excavada y
mostrada al visitante constituye una especie de poblado de los muertos,
oquedades apretadas en las que varias generaciones de santos anónimos quisieron
que sus huesos aguardasen la Parusía. Los expertos que han extraído vestigios
de aquellas últimas voluntades han colocado, valiéndose de técnicas museísticas
impecables, multitud de lápidas sobre un costado del local. Están traducidas al
portugués y al inglés. El idioma hermano permite a cualquier español seguirlas
sin la menor dificultad. Y en esta galería encontramos los ecos de voces que
parecen hablarnos desde ultratumba a través de mil quinientos años de
resonancias evangélicas. Merecería la pena que la Iglesia actualizase esas
manifestaciones de fe y las lanzase al siglo XXI como lo que son: antorchas
encendidas en un paisaje religiosamente lunar donde hacen mucha falta.
Casi una hora estuvimos
deambulando, mi mujer y yo, por aquel espacio sagrado en el que hermanos de
todas las edades, condiciones y ambos sexos nos hablaban desde la epigrafía
volcada en la eternidad de unos sepulcros unidos por la esperanza escatológica
y el consuelo de la misericordia eterna. Había poca ornamentación, ciertamente,
tan sólo unos pájaros, unas flores y cruces ornadas del Alfa y el Omega. En una
de las piezas, se podía ver claramente un arco de herradura, lo cual provocaría
ríos de tinta en los eruditos de los años treinta. Todo estaba fechado, en
algunos casos con mención hasta de los días que aquel fiel había vivido. El
silencio ayudaba a identificarnos con aquellas ánimas que quisieron morir en la
paz de Cristo y dejar que la tierra de un templo acogiera sus cuerpos donde
cuatrocientos años de oración, cultos, cánticos y sacramentos habían dejado una
huella litúrgica trascendente.
Nadie más se acercó por allí en
ese rato. Mejor. Por ahora, Mértola presume de su pasado musulmán —tiene un
festival bianual y un museo dedicados a dicho dominio, omnipresente en la
propaganda turística. Obviamente, el calibre del descubrimiento desentrañado en
el yacimiento visigodo está ahí, de modo que no es posible borrar su presencia
que los siglos han preservado. Y es que si la media luna ondeó en Mértola
durante casi cinco siglos, otros tantos habían doblado las campanas como
símbolo de los cristianos que fueron siendo pasto de la muerte y dejado
constancia de su paso por el mundo arracimados en torno al altar donde se
partía el pan de la Última Cena predicado por los apóstoles. Ellos no sabían
que quinientos años después, Mértola volvería a ser cristiana y las
inscripciones funerarias con sus nombres serían leídas con unción de
condiscípulos y con la misma confianza de creyentes que ellos pusieron al
redactarlas… milenio y medio más tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario