jueves, 27 de septiembre de 2018

DE PALABRAS Y HECHOS


Acosado por los móviles grabadores mientras intentaba escapar del salón de plenos del Senado, el juez Grande-Marlaska, ministro del Interior socialista, repetía obsesivamente un mismo mantra como si viera en él la puerta de salida de aquel pasillo que más debía parecerle un túnel angustioso como el de Sábato. “Lo importante no son las palabras, sino los hechos”, era su única y universal respuesta a las cuestiones vertidas por los colegas de quien esto escribe. Se refería a una palabra, que no voy a reproducir aquí por razones obvias y que su compañera de Gobierno con la cartera de Justicia había pronunciado en una taberna nueve años antes, aplicada a él. Gruesa palabra, quizás la más abusada del amplísimo léxico insultante reunido por la nación más vieja de Europa. Sólo que en esta ocasión no revestía el habitual carácter ofensivo, sino más bien descriptivo. Lo cierto es que la polvareda estaba servida.
De los cuatro escándalos que han salpicado públicamente al Gabinete de Sánchez —Huerta en Cultura, Monton en Sanidad y el mismo Sánchez en la Presidencia— el más grave, con mucha diferencia es el de “Lola” en Justicia. Por dos razones básicamente: la primera y principal porque un Estado, como bien se puede comprobar desde las crónicas medievales hasta el día a día de Donald Trump en la Casa Blanca, no es más que un mecanismo corrector de injusticias. Lo demás son ramas que brotan de este tronco, y si las raíces, que son la ética y la moral (conceptos definidos), fallan, cualquier tempestad tumba el árbol. Todo esto lo sabe muy bien una fiscal de la Audiencia Nacional. La otra razón es de orden práctico, y se refiere a la insoportable levedad en que las autonomías han sumido al Estado: Los ministerios de Cultura y de Sanidad, así como la misma Presidencia del Gobierno, son ya casi reliquias del pasado vacías de competencias más allá de la promoción de leyes que en un Parlamento bloqueado no salen adelante, presentar recursos de inconstitucionalidad que se eternizan o manejar un presupuesto irrisorio. Pero Justicia, como consecuencia de la primera razón expuesta, es otra cosa. Mantiene intacta buena parte de su naturaleza tradicional, y quiero decir de la que le imprimieron los liberales a partir de 1812. En el debate de control al que vengo refiriéndome desde el principio, la ministra habló, precisamente, de una ley de indulto que se remonta al siglo XIX y que obliga a seguir procedimientos reglados, porque estamos ante materias que la legislación autonomista, bastante ingrávida, no puede abordar.
Así se explica que las dotes persuasivas del juez Marlaska frente al asedio mediático dejaran mucho que desear, y que se aferrara a la tabla del valor que él da a las palabras en contraste con el que, según su señoría, tienen los hechos. Pero choca, y mucho, que un juez diga tal cosa, no más cierta por repetida. Ignoro el grado de habilidad técnica que acompañará a sus decisiones, plasmadas generalmente en sentencias, pero presupongo que es muy alto. Lo que sí sé —hasta ahí llego— es que dichos documentos, que determinan en buena medida la vida de los ciudadanos, no son más que palabras, señor mío. ¿Dónde están los hechos sino en las ideas que, como sabemos desde los griegos, sólo encuentran una fórmula de expresión y de eficacia, que es, justamente, la palabra, recogida en el Boletín Oficial del Estado?
No sigo, porque me parece de tal obviedad que me resulta cansino insistir en lo absurdo de que un parlamentario, en sede parlamentaria, conversando con unos profesionales de la palabra, en pleno revuelo por la publicación de unas palabras y siendo así que algún día, tal vez no muy lejano, ese parlamentario tendrá que volver a interpretar leyes que no son sino palabras, diga reiterativamente, como si estas palabras sí tuvieran validez para responder a todo, que “lo importante no son las palabras sino los hechos”.
En fin, que cuantos fiamos a las palabras la manifestación de hechos y sobre todo de sus motivaciones y frutos somos unos necios. Estas logomaquias conducen a una confusión impropia de un profesional, reconocido además, de la Judicatura. Estaba nervioso el señor ministro, eso era evidente. Se caían algunos mitos ideológicos que habían aupado durante décadas a su partido, como el feminismo radical. Pero las palabras no tienen la culpa de los hechos. Y a veces, un buen argumento a la salida de un apuro parlamentario deja tras de sí la huella de la inteligencia, que en un ambiente enrarecido por la falta de veracidad de una tesis universitaria —otra vez palabras— o por si era verdad o no lo que la ministra de Justicia había afirmado o negado —más palabras— no nos hubiera venido nada mal. Y en todo caso, si tan poco aprecio le merece a Grande-Marlaska la palabra, siempre habría sido mejor el silencio, como hizo Rita Barberá en coyuntura mediática similar a la suya.

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