La palabra “consenso” era de
significado desconocido para el común de los españoles hasta que la Transición
la puso de moda. Su implantación en la vida pública, incluso en parcelas de la
social y hasta familiar, respondía a la alargada sombra de aquel conflicto
apocalíptico que hizo confesar a Francisco Franco a su primo y secretario: “Una
guerra civil es lo peor que le puede pasar a un pueblo”. Frente al garrotazo
goyesco —sucedáneo gráfico para una población desarmada de los fusilamientos
gabachos— se imponía la búsqueda, más o menos desesperada, de la paz futura, ya
que la pasada seguía siendo fruto de armisticios sin cuartel.
Pero cada época histórica tiene
su vocabulario, incluso su semántica. Lo que en el 76 quería decir la palabra
“consenso” hoy tenemos que traducirlo por chalaneo. De hecho, las elecciones ya
carecen del valor que antes tenían y que siempre habíamos conocido: unos
ganaban, otros perdían; los primeros formaban gobierno, los otros iban a la
oposición. Y si se conformaban mayorías innovadoras cualificadas y sólidas, el
sistema iba mutando imperceptiblemente. Los primeros años de Felipe González
fueron un ejemplo de libro de cuanto digo, con cuestiones de fondo que pasaron
como si fueran puro trámite: independencia judicial, integración en la OTAN,
aborto, intervención de Rumasa, reforma/revolución educativa y sobre todo un
mapa autonómico cargado de transferencias que convirtió a España en
irreconocible hasta llegar a la nación —o sea, a la soberanía nacional— como
“concepto discutido y discutible”. Hay que admitir que en esto de camuflar
subversiones profundas so capa de procesos progresistas de obligado seguimiento
por depender del ritmo y el rumbo de la Historia los socialistas han sido
siempre maestros indiscutibles. Y para demostrarlo, ahí está Rodríguez
Zapatero, transformando España para, a continuación, acercarla al modelo
chavista.
Agotado y rebasado incluso por la
izquierda el programa socialista, los partidos con representación
parlamentaria, todos menos uno, andan zarandeados por el destino aritmético en
pos de los consensos, hoy llamados pactos. Y los grandes náufragos son los
valores. En los setenta, hubo muchos valores, por parte de flancos diversos,
que se quedaron en el camino, en aras del consenso pacificador. Se dejaron
mucho más que pelo, tiras de piel, en la gatera. Pero lo que estamos viendo hoy
es infinitamente más grave. Es la desconfiguración completa del sistema de
fuerzas, de sus idearios, la feria de mercaderes en la que se pone en almoneda
lo que haga falta con tal de alcanzar cuotas de poder. Las exigencias que se
están disparando, especialmente desde sectores del PP y de Ciudadanos,
teóricamente afines, sobre VOX para que ceda al ninguneo y apoye ciegamente a
cualquier cosa que evite la horrenda palabra —“Carmena”— en las instituciones
es mucho más que lamentable. Es descorazonador, por evitar epítetos que alguien
pudiera “malinterpretar”.
La llamada “atomización”, que no
es sino pasar de dos grandes partidos nacionales a cinco (algo sumamente
saludable) obliga a pactar, desde luego. Pero para pactar hay que sentarse a
hablar. Ahí, en torno a una mesa, mirándose a la cara, es donde cada cual debe
hacer valer su respaldo popular. Lo de Ciudadanos no tiene nombre. Trata a los
casi tres millones de votantes de VOX exactamente igual que si no existieran. Son
tres millones de apestados, indignos siquiera de dirigirles la palabra. Es, sin
duda, una política suicida —la Historia es larga y a menudo pasa factura—y
encima les culpa de bloquear el cambio. ¿No será que Ciudadanos ha estado
siempre más cerca del PSOE (no de Sánchez) que de cualquier otra cosa? ¿No será
que lo que les pide el cuerpo a sus dirigentes es el continuismo con las viejas
políticas felipistas y aún zapateristas de patrimonialización de la voluntad
popular de modo que se identifique democracia con socialismo para perpetuarse —no
importan las siglas— en el poder y seguir guiando la mentalidad política de las
generaciones indefinidamente?
Y ojo, porque esta ideología relativista
de valores de usar y tirar según sople el viento del mercadeo cortesano ha contaminado
de lleno al Partido Popular, muchos de cuyos votantes son los que se han
quedado en casa mientras los del eterno socialismo sanchopancista han escuchado
la campana andaluza y se han apresurado a ponerse en cola. Todo parece depender
de que el único de los cinco grandes partidos con el que no se quiere negociar,
el menor, el más joven, renuncie a sus principios, es decir a todo lo que
tiene, para que los que de él dependen pero no le hablan, ocupen el ansiado
puente de mando. Lo que pasa es que VOX, al menos hasta hoy, no se vende y a
día de hoy los primeros necesitan a los últimos para serlo.
Amén, amigo Ángel.
ResponderEliminarReflexión a tener en cuenta. P. Tena.
ResponderEliminar