Mi amigo Fran es un joven actor
alicantino que lleva años recorriéndose España en tren o en autobús con una
misión tan poco práctica como es recitar la obra de los poetas y alguna
composición propia en calles, plazas e institutos. Así se gana, pobremente, la
vida, cargado no con alforjas sino con un altavoz autónomo en el que pone
música de fondo y con los tres discos que ha grabado, por si alguien quiere
llevarse los poemas y su hermosa y educada voz a casa.
Fran es paciente como un cartujo.
Él declama sin parar durante horas, haya o no alguien delante, armado
únicamente de su micrófono inalámbrico, sus cuerdas vocales y su pasión.
Disfruta como un cachorro con una pelota de goma. Ha rescatado el viejo oficio
de rapsoda, gesticula, modula la garganta con arte de juglar cortesano y sonríe
siempre, aunque rasgue el viento con una herida sangrante en forma de palabras
como por ejemplo la Nana de la Cebolla, de Miguel Hernández.
La otra noche, en un paseo
marítimo de lujo atestado de veraneantes aburridos que sólo reaccionan ante un
grupo de saltimbanquis —mejor si juegan con fuego—, Fran desgranaba incansable
sus versos ante el vacío de la más completa indiferencia, o tal vez del susto
de unos viandantes que parecían preguntarse qué sonidos interplanetarios
despedía aquel chalado por la boca. Llegó por fin el artista al final, y se
produjo un silencio roto solamente por mis aplausos de clac individual y
solitaria.
“No sepas lo que pasa ni lo que
ocurre.” Las sílabas del padre preso dedicadas a su hijo recién nacido al saber
que mamaba leche de cebolla y presintiendo que ya nunca vería a su vástago en
libertad resonaron frente al mar y la luna como lo que son: el más bello
epitafio del amor paternal que sólo un grandísimo poeta, cabrero para más
señas, podría haber esculpido.
Pero nadie atendía, y mucho menos
depositaba moneda alguna en el cesto de Fran. Esos versos del inmenso escritor,
casi paisano de Fran, han golpeado siempre, desde que me aprendiera la melodía
de boca de Serrat, en mi conciencia de español doliente. Se cuenta que Miguel
pasó en su huida por Sevilla, mi ciudad, y que coincidió con Franco en el
Alcázar, donde lo tenía escondido el director y poeta, muy amigo de la gente
del 27, Joaquín Romero Murube. Incluso hay quien detalla que el general pasó a
muy pocos metros del cantor republicano, que se ocultaba tras un sofá.
Lo cierto es que la escena que
cuento se produjo al lado mismo del Guadiana, el río de la muerte para
Hernández, quien después de Sevilla marchó al país vecino con tan mala suerte
que un guardia fronterizo que había estado destinado en Levante lo reconoció y
fue detenido. Moriría en la cárcel, probablemente de tuberculosis. De Huelva
llegaron también los sones de Jarcha cuyo estrambote final (“compañero —Miguel—
volverás”) ha sido una constante en mi vida. Pero la otra noche se ve que nadie
quería saber lo que pasa ni lo que ocurre.
Para un periodista con sentido de
Patria lo que pasa y lo que ocurre en la España de nuestros días invita a no
saber nada, seguramente con más intensidad que para cualquier otra persona de
las que desfilaban como autómatas ante Fran. Las últimas agitaciones
callejeras, sanfermines incluidos, con su bastardeo irrebajable, nos ponen
frente al espejo de un país degradado hasta el extremo, donde el sentido de las
virtudes cardinales —no digamos las teologales—, con la Justicia a la cabeza,
no es que ande por los suelos, es que se ha colado por el desagüe.
Pero el común de la ciudadanía
parece asistir boba a lo que pasa y lo que ocurre, como recomendaba Miguel
Hernández a su bebé para dormirlo. Todo esto tiene un nombre: desinformación. Y
no es inocente, como la de aquel niño. Es cierto que Internet permite
autofabricarnos el periódico que buscamos y que, con tesón e inteligencia,
podemos acercarnos mucho a la verdad de lo que está sucediendo. Pero esas
pruebas de fuerza de la desinformación que son las manifestaciones a las que me
he referido parecen estar demostrando que la sociedad desinformada con la que
soñaron los totalitarios es ya un hecho.
¿Tiene vuelta atrás? Lo dudo, al
menos en el plazo suficiente para que mi generación, que es la más culpable y
la más dañada de este gran fumadero de opio, conozca la rectificación. No
querer saber lo que pasaba ni lo que ocurría era algo que en las circunstancias
de Miguel Hernández (con la Guerra Civil muy avanzada o recién “concluida”) era
cuestión de vida o muerte. No quererlo hoy es una irresponsabilidad brutal, en
la que incurre esa masa crítica, esa mayoría silenciosa que ciertos poderes
fácticos o grupos de presión tan bien conocen y manipulan.
La única manera de mirar a la
cara a nuestros hijos es si no les negamos la información. Vale que mientras
necesiten nanas para dormir les garanticemos un aire limpio que les haga
fuertes. No obstante, a la mayoría de edad deben llegar sabiendo muy bien lo
que pasa y lo que ocurre, para que sólo se sientan orgullosos de sus cualidades
y no de sus excesos, y para que festejen a un santo con sana alegría, no con
una bacanal satírica. El exhibicionismo de la procacidad nunca fue ni será
motivo de autoestima más que para degenerados.
Coda: Me llegan fotos
ilustrativas de cuanto digo y un vídeo en el que una fiera con forma de mujer
acosa a un alumnado sentado sumiso ante ella gritándoles imperativamente para
que odien a los padres porque son maltratadores, y ordenándoles
amenazadoramente pensar que la custodia compartida y cuantos la defienden deben
quedar excluidos de nuestro entorno. Gran parte de sus alaridos no he
conseguido descifrarlos, pero sí una muletilla obsesiva: “En la puta vida”. Con
eso está dicho todo. Escenario, según el “tuit” del colega periodista que lo ha colgado: un
centro “educativo” de la Junta de Andalucía.
Gracias por tu mirada crítica y profunda. Sigue percutiendo y despabilando: eso es sembrar.
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