martes, 16 de julio de 2019

DESINFORMACIÓN CULPABLE


Mi amigo Fran es un joven actor alicantino que lleva años recorriéndose España en tren o en autobús con una misión tan poco práctica como es recitar la obra de los poetas y alguna composición propia en calles, plazas e institutos. Así se gana, pobremente, la vida, cargado no con alforjas sino con un altavoz autónomo en el que pone música de fondo y con los tres discos que ha grabado, por si alguien quiere llevarse los poemas y su hermosa y educada voz a casa.
Fran es paciente como un cartujo. Él declama sin parar durante horas, haya o no alguien delante, armado únicamente de su micrófono inalámbrico, sus cuerdas vocales y su pasión. Disfruta como un cachorro con una pelota de goma. Ha rescatado el viejo oficio de rapsoda, gesticula, modula la garganta con arte de juglar cortesano y sonríe siempre, aunque rasgue el viento con una herida sangrante en forma de palabras como por ejemplo la Nana de la Cebolla, de Miguel Hernández.
La otra noche, en un paseo marítimo de lujo atestado de veraneantes aburridos que sólo reaccionan ante un grupo de saltimbanquis —mejor si juegan con fuego—, Fran desgranaba incansable sus versos ante el vacío de la más completa indiferencia, o tal vez del susto de unos viandantes que parecían preguntarse qué sonidos interplanetarios despedía aquel chalado por la boca. Llegó por fin el artista al final, y se produjo un silencio roto solamente por mis aplausos de clac individual y solitaria.
“No sepas lo que pasa ni lo que ocurre.” Las sílabas del padre preso dedicadas a su hijo recién nacido al saber que mamaba leche de cebolla y presintiendo que ya nunca vería a su vástago en libertad resonaron frente al mar y la luna como lo que son: el más bello epitafio del amor paternal que sólo un grandísimo poeta, cabrero para más señas, podría haber esculpido.
Pero nadie atendía, y mucho menos depositaba moneda alguna en el cesto de Fran. Esos versos del inmenso escritor, casi paisano de Fran, han golpeado siempre, desde que me aprendiera la melodía de boca de Serrat, en mi conciencia de español doliente. Se cuenta que Miguel pasó en su huida por Sevilla, mi ciudad, y que coincidió con Franco en el Alcázar, donde lo tenía escondido el director y poeta, muy amigo de la gente del 27, Joaquín Romero Murube. Incluso hay quien detalla que el general pasó a muy pocos metros del cantor republicano, que se ocultaba tras un sofá.
Lo cierto es que la escena que cuento se produjo al lado mismo del Guadiana, el río de la muerte para Hernández, quien después de Sevilla marchó al país vecino con tan mala suerte que un guardia fronterizo que había estado destinado en Levante lo reconoció y fue detenido. Moriría en la cárcel, probablemente de tuberculosis. De Huelva llegaron también los sones de Jarcha cuyo estrambote final (“compañero —Miguel— volverás”) ha sido una constante en mi vida. Pero la otra noche se ve que nadie quería saber lo que pasa ni lo que ocurre.
Para un periodista con sentido de Patria lo que pasa y lo que ocurre en la España de nuestros días invita a no saber nada, seguramente con más intensidad que para cualquier otra persona de las que desfilaban como autómatas ante Fran. Las últimas agitaciones callejeras, sanfermines incluidos, con su bastardeo irrebajable, nos ponen frente al espejo de un país degradado hasta el extremo, donde el sentido de las virtudes cardinales —no digamos las teologales—, con la Justicia a la cabeza, no es que ande por los suelos, es que se ha colado por el desagüe.
Pero el común de la ciudadanía parece asistir boba a lo que pasa y lo que ocurre, como recomendaba Miguel Hernández a su bebé para dormirlo. Todo esto tiene un nombre: desinformación. Y no es inocente, como la de aquel niño. Es cierto que Internet permite autofabricarnos el periódico que buscamos y que, con tesón e inteligencia, podemos acercarnos mucho a la verdad de lo que está sucediendo. Pero esas pruebas de fuerza de la desinformación que son las manifestaciones a las que me he referido parecen estar demostrando que la sociedad desinformada con la que soñaron los totalitarios es ya un hecho.
¿Tiene vuelta atrás? Lo dudo, al menos en el plazo suficiente para que mi generación, que es la más culpable y la más dañada de este gran fumadero de opio, conozca la rectificación. No querer saber lo que pasaba ni lo que ocurría era algo que en las circunstancias de Miguel Hernández (con la Guerra Civil muy avanzada o recién “concluida”) era cuestión de vida o muerte. No quererlo hoy es una irresponsabilidad brutal, en la que incurre esa masa crítica, esa mayoría silenciosa que ciertos poderes fácticos o grupos de presión tan bien conocen y manipulan.
La única manera de mirar a la cara a nuestros hijos es si no les negamos la información. Vale que mientras necesiten nanas para dormir les garanticemos un aire limpio que les haga fuertes. No obstante, a la mayoría de edad deben llegar sabiendo muy bien lo que pasa y lo que ocurre, para que sólo se sientan orgullosos de sus cualidades y no de sus excesos, y para que festejen a un santo con sana alegría, no con una bacanal satírica. El exhibicionismo de la procacidad nunca fue ni será motivo de autoestima más que para degenerados.
Coda: Me llegan fotos ilustrativas de cuanto digo y un vídeo en el que una fiera con forma de mujer acosa a un alumnado sentado sumiso ante ella gritándoles imperativamente para que odien a los padres porque son maltratadores, y ordenándoles amenazadoramente pensar que la custodia compartida y cuantos la defienden deben quedar excluidos de nuestro entorno. Gran parte de sus alaridos no he conseguido descifrarlos, pero sí una muletilla obsesiva: “En la puta vida”. Con eso está dicho todo. Escenario, según el “tuit” del colega periodista que lo ha colgado: un centro “educativo” de la Junta de Andalucía.

1 comentario:

  1. Gracias por tu mirada crítica y profunda. Sigue percutiendo y despabilando: eso es sembrar.

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