El punto de partida de cualquier estado moderno ha de ser la seguridad jurídica. A partir de ahí, cualquier mejora es posible, aunque no esté garantizada. Los ciudadanos de un sistema en el que los derechos y las obligaciones estén nítidamente definidos son y se sienten libres, porque saben a qué atenerse. Eso se llama orden u ordenamiento jurídico coherente, bien construido, eficaz, tranquilizador y capaz de animar la vida cotidiana de las gentes con el deseo de prosperar y superarse. Es un país en progreso, en definitiva.
De lo cual se infiere que lo
contrario produce los frutos adversos: inestabilidad, desorden, sufrimiento y
conflictos. Cuando una Nación cae en las garras de gobernantes desalmados,
dispuestos a encarcelar a unos habitantes inocentes que protestan en paz y
respetuosamente, meramente informando de las posibilidades que se le brindan a
una mujer en el angustiosísimo trance de ver inviable su maternidad para
resolver su problema sin recurrir al asesinato de su hijo, es que la
inseguridad jurídica ha alcanzado sus últimos objetivos. Dispongámonos, pues, a
presenciar y lamentar disoluciones morales de todo tipo, acompañadas —claro está—
de ruina económica y social. No olvidemos nunca, sin embargo, las palabras de
San Pablo sobre los dolores de parto, las del poeta acerca de la profundidad de
la noche última antes del alba, y la valentía precoz de una filósofo como
Julián Marías o de un novelista como Miguel Delibes, proclamando a tiempo que
se abría paso este camino —por emplear el título de una obra cimera debida al
segundo— de perdición en cuyo hondón nos encontramos lanzando brazadas de
presas abusadas en el siniestro juego de la gallinita ciega, que tan
espectralmente supo pintar Goya.
La degradación moral ha tocado
fondo con esta reforma del Código Penal que ya dejó fuera la condena de los
piquetes violentos y ahora lleva a presidio a “pobres gentes” (Rufián dixit)
incursas en un nuevo delito de patente social-comunista (y “ciudadana”, por
cierto, que todavía existe el partido) y consistente en rezar al tiempo que se
ofrece salida a las mujeres que van a entrar en los infernales abortorios,
cuyos dinteles merecían llevar la advertencia dantesca: “O vos,
qui intratis, omni spe auferte”. Indicación ésta no sólo aplicable a los nasciturus, que, aunque
no sepan leer, y menos latín, sí se defienden desesperadamente en la matriz de
sus progenitoras cuando notan el contacto succionador del aspirador que para
ellos es expirador… tan pronto. Quienes aún no la hayan visto, ármense de
valor (cívico) y busquen la película Unplanned
antes de que la prohíban. En ella descubrirán cómo nació en Estados Unidos el
movimiento “Cuarenta días por la vida”, que reza durante la cuaresma ante las
puertas de un abortorio que llegó a cambiar, gracias a ellos, su tétrica
función por la de sede mundial de la organización. Por cierto, que en España
debutó en un lugar simbólico, que debemos al Rey Sabio y su Orden para la
Reconquista: El Puerto de Santa María (de España).
Hay otros muchos campos en los
que podríamos hablar de seguridad jurídica a la española, que cada vez se
parece más a la venezolana o a la cubana. Están los “okupas”, por ejemplo, que
tienen a los jueces —me consta— perplejos y sin aliento, vencidos por la
ambigüedad de una legislación sin norte. O de la educación, culpable de todos
los desastres que acompañan a las nuevas generaciones en su crecimiento y a sus
padres que asisten impotentes al deterioro irreversible de las vidas que más
aman. O el nuevo señorío de una delincuencia desbocada que se solapa con la
marginación creada por una inmigración demagógica y sin control, una patente
falta de horizontes laborales y un desprecio sistemático a la tradición
familiar heredada desde el Neolítico (un varón, una mujer y una prole, con
aprecio y veneración de los ancianos).
La ristra es interminable, y la
punta del iceberg emerge de vez en cuando en el proceloso mar de una historia
que se resiste a dejar atrás los vicios derivados del pecado original, como por
ejemplo la guerra. Cebarse con personas que rezan y presentan soluciones
verdaderas para salvar dos vidas por caso es la típica respuesta cobarde,
manipuladora y vil a la petición de socorro de un náufrago que no puede nadar y
sostener a su hijo en brazos: “Ahógalo y que se hunda; así pierdes lastre y te
puedes salvar”.
La inseguridad jurídica se vio el
otro día en esa valleinclanesca sesión del Congreso donde el proyecto estrella
del Gobierno antijurídico salió adelante, con fórceps presidenciales y por un
voto fallido. Era la viva imagen, patética, de la caída libre en la que anda
inmersa nuestra democracia. Pero pocos saben que en la misma sesión se votó el
cambio en el Código Penal al que me vengo refiriendo. Y que durante esa
votación se dio una situación igualmente esperpéntica, cual fue el voto favorable
de nueve de cada diez diputados populares. Después rectificaron, pidiendo una
tramitación con enmiendas. Pero habían dado el sí al proyecto, aunque habían
anunciado que lo recurrirían ante el TC.
Sí, caballero. Sí, señora. Hecha
jirones.
Valiente alegato frente a la infamia de nuestras instituciones ¿democráticas?, vampirizadas por partidos y políticos ajenos a los más elementales principios morales; dónde la ética política y social es pisoteada cada día.
ResponderEliminarSe acerca la hora de la verdad de nuestra democracia y de nuestra nación. Del ser o no ser. Estamos viendo los extraordinarios recursos, bien es verdad que utilizados torticeramente, con que cuenta el poder ejecutivo frente al resto de poderes e instituciones del Estado, no digamos de la sociedad civil y del simple ciudadano.
Pero seamos justos, ¿qué sociedad y ciudadanía tenemos? Muy poquita cosa. Una sociedad anémica, sin nervio ni sangre. Pero no debemos caer en el desánimo. Artículos así contribuyen a ello.
maginfico el maestro Guerra , como siempre.
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