Hay momentos en la vida que se parecen mucho a esos vendavales de otoño caracterizados por la irrupción de vientos tempestuosos que tememos nos levanten del suelo para llevarnos por los aires enfurecidos, cuales brujos sobre escobas voladoras. Éste es uno de esos capítulos violentos de la vida colectiva en una nación ya demasiado agitada por los temporales como es la nuestra. Tiene uno la sensación de que le falta el suelo bajo los pies, por más que los propulsores de tal estado de cosas intenten convencernos de que “no pasa nada”. Sí que pasa. Mucho. Uno de ellos, Irene Montero, altamente cualificada para opinar al respecto, lo ha dicho claramente y lo ha clavado: “Hemos cambiado la vida de este país”. En realidad, mucho más: han cambiado a la población misma, sus mentes, su percepción de las cosas, incluso su filosofía existencial, la que nos dicta cada día para qué estamos aquí y hacia dónde queremos ir.
Pero no tanto. Ellos creían que
sí, que con sólo pronunciar una frase todo obedecía al designio formulado.
Mucho —muchos— ha experimentado la mutación, siguiendo obedientemente los pasos
establecidos por el Poder. La capacidad de seducción, que no de raciocinio, se
ha erigido en todo Occidente —más en un país tan poco acostumbrado a
autodirigirse como España — en la fuerza semoviente de la política. Hoy por
hoy, en los territorios democráticos, es posible convencer a la multitud de
cualquier cosa, incluso de que borrar los delitos cometidos nos trasladara a un
mundo feliz y paralelo en el que todo el personal es bueno. Da lo mismo que
nadie lo crea —obviamente; lo que vale es que se lo trague como una promesa de
amor mágico.
Al igual que el aplauso es el
lacre del bienestar compartido, sin que los aclamadores tengan por qué saber
por qué ovacionan, las afirmaciones de un triunfador —pese a que tampoco lo
sea— poseen el efecto de la transformación social. De ahí que mentir no constituya
propiamente faltar a la verdad sino expresar ideas volátiles como el tiempo
mismo que nos han vendido bajo el reclamo de lo nuevo y por lo tanto actual y
por lo tanto mejor, mucho mejor, que cualquier tiempo pasado. (Del futuro nadie
se ocupa, simplemente porque no existe.)
La falacia ha caído, como los
delitos, en el saco roto de la historia que terminó con Fukuyama y ya no ha
aparecido por mucho que algunos la hayamos buscado. Nada es verdad ni es
mentira. Todo es el del color con que un tal Pedro Sánchez, asistido por una
pléyade interminable de coristas de salón a lo cocóes (asesores, presidentes y
directores de órganos y empresas del estado, cúpulas del partido, empleados del
mismo, diputados, concejales y demás vasos comunicantes de un cuerpo social invadido
como de termitas rojas) dictamine que debemos verlo. Ya se sabe que los
españoles somos daltónicos, como los perros. O no. En todo caso, la nuestra es
una hora Titanic, una hora SOS, “Save Our Souls”. Para entendernos, “Salvad
nuestras almas”.
Entiendo que todo occidente está podrido, enfermo, anestesiado, etc. y, ahora, tímidamente, comienza a despertar. España, como siempre, a rebufo. Dios lo quiera y nos ayude.
ResponderEliminarMagnífico y realista como son, habitualmente, tus artículos.
ResponderEliminarTe aseguro Ángel que no entiendo que toda la bancada del hemiciclo que aplaude a Pedro Sánchez, piense como él. No me cabe en la cabeza que la ambición ciegue tanto...Nunca he oído cosas tan vergonzosas de un presidente... ¿Cómo han podido perder el sentido común y la honradez tantos y tantas? Perdona porque creo que me he ido de tu artículo, pero que tenga seguidores este hombre...no lo concibo.
ResponderEliminarUn inmenso pesebre es el gran atractor. Además de los cargos en todos los niveles de la Administración y del propio partido y sus derivadas, fundaciones, oenegés, etc., la copiosa lluvia de millones de la publicidad institucional para el riego de los medios, las subvenciones y ayudas a todo tipo de asociaciones, sindicatos, chiringuitos, fundaciones, empresas afines, etc. Los cheques para neófitos votantes…
ResponderEliminarSería interesante un estudio económico del monto total que supone tan inmensa extracción del presupuesto.