Por primera vez en la Historia, en Japón se venderán este
año más pañales para viejos que para niños. Esto debe de ser el final de la
historia que refería Fukuyama y que tanto revuelo como superventas originó allá
por el final del milenio. Aseguraba este autor que ya no había más cera por
arder y que nuestros hijos dejarían de ver la vida con ojos humanos. Mutarían y
habría una especie de nuevo Génesis o algo así, qué sé yo. Era cuando se iban a
fundir los ordenadores, ¿recuerdan? El temido efecto 2000. Hay que ver lo que
hemos vivido: el cuento de la gripe aviar, tan rentable para algunos; el boom
de la comunicación social, con sus facultades universitarias para chupar del
bote; el cine y la televisión en 3D, las redes sociales, y hasta un efecto 2000
que se quedó en algo así como una guerrita de los munditos.
Que el Japón, con lo lejos que está el Japón, tenga que
dedicar su tecnología a fabricar empapaderas para las micciones seniles en
mayor cantidad que para las infantiles es muy significativo de en qué sumidero
acaba la gloria del mundo. De Japón nos venía lo último hasta ayer tarde, que
espabilaron sus eternos enemigos los chinos. De allí vino el deuvedé, el casete
y las cámaras fotográficas con un japonesito o una japonesita pegados,
recorriendo en serie nuestros monumentos con cara de disco duro. Y ahora ya
ven: entró en recesión ni se sabe el tiempo que hace, se le escapó el reactor
de una central nuclear y tiene que dar preferencia a la vejiga de la chochera
sobre los esfínteres de los bebés.
Pero no crean que todo acaba en Japón. Más bien es al revés.
Recuerden que aquello es el imperio del sol naciente, aunque ahora esté
menguante. Que se vaya preparando la vieja Europa, con su engreimiento fatuo de
diosa griega sollozante rebozada en su tragedia. ¿Por qué llora Europa?, nos
preguntaremos a la vuelta de pocos meses, cuando empecemos a fabricar más
pañales para ancianos decrépitos que para retoños rezongantes. Europa estallará
en gemidos de lástima por sí misma cuando compruebe que el bienestar hay que
pagarlo, y que los mayores no pagan, sino que cobran; al menos hasta ahora.
El autodenominado mundo desarrollado declina
ineluctablemente. Todo comenzó nueve meses antes, cuando decidió que cualquier
cosa era mejor que tener hijos. Pues ahora, ajo, agua y resina, mi querido progreso.
Ya saben, a joderse, a aguantarse y a resignarse. Y a envejecer en soledad haciéndoselo
encima sin que ninguna risa de infante venga a alegrarnos el alzheimer. Es lo
que tiene llevarse varias generaciones haciendo ascos a las familias numerosas.
Que si son del Opus, que si son de los Kikos, que si son franquistas. Pues
nada, amiguitos, a la vuelta de tanto niño único, de tanto condón y de tanto
aborto, ya veis lo que hay: el invierno demográfico. Y ahí se tirita, os lo
garantizo.
Lo malo de todo esto, como siempre, es que pagan justos por
pecadores. También yo envejeceré sin que me puedan pagar ni la dependencia ni
la pensión. Pero al menos en mi caso, me alegrarán la senectud tres criaturas y
las que puedan venir detrás. Será muy triste, sin embargo, recorrer calles
semidesiertas en invierno y llenas de sillitas de ruedas en verano. Calles como
paisajes apocalípticos y devastados después de una batalla. "Es el estado
del bienestar", nos diremos unos a otros, si el parkinson nos lo permite.
Hace muchos años ya que visité Bruselas con mi hijo en un
carrito. Tenía apenas unos meses de nacido. Cuando íbamos en el metro o por los
parques, aquellos flamencos de tez apergaminada se quedaban mirando con
expresión de sorpresa "aquello" que tenía morfología humana y
balbucía sílabas inconexas. Ellos iban muy tiesos con sus perritos y habían
olvidado que un día fueron niños como mi hijo. Imagino cómo será ahora, en esta
buroeuropa medio cadáver que camina, al igual que el Japón, derechita a la
suspensión de pagos por falta de natalidad.