Esta mañana he asistido a una escena de esas que te obligan
a pensar que uno de los dos —o tú o el mundo— tiene que haberse vuelto loco.
Una panda de chavales adolescentes, de en torno a los doce o trece años, bien
arreglados, con buena presencia y pinta de haber salido de un buen colegio,
jugaban al fútbol con un teléfono móvil. El cuadro se producía en el cruce
entre la calle principal de un barrio adinerado y una transversal. Los niños
aprovechaban el piso llano del carril para bicicletas. Se ve que el aparato se
deslizaba mejor sobre él que encima de los adoquines o las losas peatonales.
Cuando lo observé, una de las piernas ponía la bota sobre la pantalla táctil y
regateaba al adversario. Los demás jaleaban o le disputaba "el balón"
al jugador. Después de arrastrar el artilugio —de última generación y por lo
tanto muy caro, incluso para las privilegiadas economías familiares que allí se
daban cita—, unas de las manos inmaduras lo cogió del suelo y comenzó a teclear
sobre la superficie cristalina. Me quedé asombrado y me detuve a observar y
reprochar con la mirada al grupo. Entonces, el más pequeño de ellos —no pasaría
de los once años— me espetó: "¿Qué pasa, señor?" Le respondí:
"¿Qué pasa? ¿Vas a preguntarme qué pasa? ¡Pues que hay mucha gente
muriéndose de hambre por no tener lo que vale ese móvil! ¡Qué poca vergüenza
tenéis!"
Tuve la suerte de que la educación recibida por los
interpelados pusiera un eco de silencio a mis palabras. Continué mi camino,
pero no he podido sacudirme esa extraña ración de amargura que me hace sentirme
un desplazado y habitar un mundo con el que cada vez me siento más
incompatible. Me ocurre lo mismo con el omnipresente asunto del aborto, la
mayor tragedia de la Historia humana (o mejor dicho, inhumana). Que la
hiprogresía rampante se sume a una ética descarnada del capitalismo salvaje a
la hora de eliminar niños no nacidos, lo cual haría feliz al burgués Malthus,
poniéndose en cabeza de la defensa de los discapacitados que van quedando tras
su genocidio abortista resulta tan enajenante como que unos niños de extracción
social acomodada, que sin duda estarán recibiendo una formación cara y de
calidad jueguen a darle patadas a un móvil de doscientos euros.
¿Qué está pasando? Cuando escribo estas líneas, cerca de un
centenar de terroristas sanguinarios no arrepentidos han sido puestos en la
calle porque en un tribunal remoto han interpretado los derechos humanos al
revés de como se habían tomado en las instancias judiciales españolas. Junto a
ellos, han salido violadores, asesinos en serie y locos temibles que clavaban
en los glúteos de las mujeres punzones hasta dejarlas desangrarse. Toda una
Infanta de España, hija de los Reyes, está imputada, de modo que en principio
la veremos en el banquillo, bajo la acusación de haber trapicheado con su
condición para robar fondos públicos.
Sinceramente, este artículo que será el que abra un rimero
de ellos para uso literario —sin Prensa ni internetes— me ha salido como una
especie de SOS que, igual que con el Titanic, es probable que nadie escuche,
pero que en mi particular gabinete telegráfico, es cuestión de vida o muerte.
Porque uno de los dos, o el mundo o yo, se ha vuelto loco.