Tengo desde hace años entregado al editor y durmiendo el
sueño de los justos un libro que adoro. Como casi todo lo importante que me ha
sucedido en la vida, esta historia es un trasunto de otra vida platónicamente
superior, o paralela si se quiere, pero ideal en todo caso, que acompaña mis
actos y mis circunstancias, al menos desde que tengo uso de razón (aunque se
trate de algo muy poco racional). Un buen día, visitando a unos encantadores
primos de mi padre, la esposa de mi pariente sacó, inopinada y misteriosamente,
un bulto de encima de un armario (o era tras una celosía, no lo sé pero esto es
más poéticamente adecuado). Lo puso en mis manos. Era un álbum antiguo, con la
tela muy gastada y broches de bronce. Cuando empecé a pasar las páginas,
rígidas y amarillentas, apareció ante mí un mundo mágico, el de las fotografías
antiguas. Pero además, este cosmos era familiar, porque la sangre que corrió
por las venas de aquel autor anónimo de placas de cristal —desaparecidas, oh
infortunio— era la misma que alentaba en mi propio cuerpo. Según me contaron,
aquellas copias positivadas en papel habían sido obtenidas por mi bisabuelo
José Pérez Bazo, un humilde trabajador de la Real Fábrica de Artillería de
Sevilla (insigne institución), que se especializó en el dibujo técnico y fue
delineante jefe de aquella inmensa factoría. Él participó en el diseño de los
leones de las Cortes (fundidos con el bronce de los cañones capturados al
enemigo en la Guerra de África) y en la figura del soldadito carolino que se
iza aún en la veleta del monumental edificio abandonado.
Mi bisabuelo Pepe era un "selfman" a la española.
Estudió en el Instituto San Isidoro, tal vez usando las mismas bancas que Juan
Ramón Jiménez. Se casó dos veces, tuvo siete hijos, y de todo ello tomó
cuidadosa nota en un cuadernito con pastas de hule azul que se conserva y que
fue el documento que me sirvió de fuente para poner en pie su biografía en el
nonato libro al que me refería al principio.
El carácter pionero de don José, que fue medalla del Trabajo
en 1930 por toda una vida consagrado a su labor, se demuestra cuando se
observan las tres cámaras que fabricó con sus manos, y que también siguen, a
Dios gracias, con nosotros. Hechas de madera, pidió los objetivos a Alemania
(mi bisabuelo era un forofo de la ingeniería germana). Con esas cajas y esas
lentes montadas en tubos metálicos graduados, dio rienda suelta a su gran
pasión. Estamos hablando, además, de los principios del siglo XX en aquella
Sevilla insalubre de corrales de vecinos e inundaciones sin cuento, cuando el
Guadalquivir se desbordaba por San Jerónimo o Triana, y creaba, en horas, un
paisaje insólito, con el histórico muelle de la Torre del Oro cubierto de agua
y los navíos encallados sobre los adoquines. Mi bisabuelo tenía madera de
reportero audaz, y esos días se subía a una barca de las que llevaban pan a las
casas (elevado a lomos de "garruchas") y recorría toda Sevilla, desde
la Alameda de Hércules hasta San Telmo, desde el Tamarguillo hasta el ya
mencionado San Jerónimo, donde Bécquer quería ser enterrado.
Todo ello está en estas fotos, que mi amigo y compañero
Pablo Ferrand escaneó paciente y esmeradamente para evitar que el tiempo
siguiera borrando sus huellas. Como está también una Pasarela (alarde
metalúrgico como un puente de Isabel II en miniatura) poblada de mujeres con
mantones y caballeros con sombrero (de verdad, del que daba sombra). O las
imágenes de una Feria de Abril en el Prado de San Sebastián, como las que cantaba
el Pali, y pletórica de paseo de coches de caballos… y de motor, porque al
igual que se lucían los enganches se paseaban los últimos modelos
automovilísticos adquiridos. O las instantáneas de la Exposición Iberoamericana
de 1929 y sus preparativos, con los edificios a medio acabar. También hay fotos
de Alcalá de Guadaira, donde mi bisabuelo pasaba jornadas de asueto con su
numerosa familia, que aparece aquí y allá en estos documentos fundamentales
para entender una época crucial de la historia reciente de Sevilla, con sus
cambios y sus rincones perdidos, como esa Plaza del Triunfo tan decimonónica
aún.
Están los borricos con las angarillas del pan de Alcalá,
precisamente, entrando por Santa María la Blanca. Hay pasos de Semana Santa
(entre ellos el de la Virgen del Mayor Dolor de la Carretería, saliendo por
primera vez bajo palio, y que incluí en la portada de mi libro "Dios,
hombres, ciudad"). En fin, una parte muy sabrosa de la memoria gráfica
sevillana brota de las páginas de este libro inédito que me preocupé de
investigar para escribir unos pies de foto poco divagadores (aunque sea la
misma ciudad de la gracia por la que gustaba divagar al poeta José María
Izquierdo). Y está una fotografía publicada por ABC de Sevilla en uno de sus
seriales, que es una intromisión en la intimidad de aquella familia. Es un
cobertizo, probablemente de un incipiente barrio de Nervión donde vivió el
segundo matrimonio de esta historia. Están los hermanos, hijos de mi
bisuabuelo, que no sale en la foto por razones obvias. Y en el proscenio, se ve
a una joven esposa, el día de su boda, subida en un columpio. Muchas veces he
imaginado el "todos quietos", de don José, una vez enfocado el objeto
y ajustado el diafragma. No le tembló el pulso: la definición de esta foto,
como de las demás, impresas en aquellas placas de cristal importadas de París,
ya la quisieran las cámaras 4K. Supongo que sí le latería con fuerza el corazón
un día como ése, rodeado de su esposa (que era su sobrina) y el resto de su
familia.
Desde el Reino "del otro lado", quiero creer que
él estará leyendo este artículo y repasando aquellas fotos que perpetúan
también el alma de quienes las hicieron en medio de los que no les hemos
conocido más que por aquellos trabajos vocacionales y voluntarios que son algo
más que un recuerdo.
Magnífico, Ángel.
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