Ando enfrascado en un viejo proyecto inacabado que, ahora
que he aprendido a manejar el montaje cinematográfico, puede dar lugar a la que
sería mi segunda película. El proyecto, como digo, habitaba en un ángulo oscuro
de suspensión pero no de olvido, porque las grabaciones están hechas desde hace
años. Lo compuse en mi imaginación tras haber conocido a un puñado de hombres,
de diversa condición y extracción social, unidos por un denominador común:
contaban historias interesantes y sabían contarlas. Sus vidas tenían esa
consistencia del hierro forjado que tan bien conocían los gitanos de martinete de
la cava trianera. Y es que las habían sacado adelante con dificultad, domeñando
la materia incandescente hasta endurecerla a su gusto. O sea, lo contrario de
esta cultura delicuescente y desmayada en la que chapoteamos ahora.
Escogí a cinco de ellos y les propuse que relataran sus
hazañas anónimas ante la cámara. Lo hicieron magistralmente.
Uno, Feli, era
hombre de campo y barbero de pueblo. Persona cabal y despierta donde las
hubiera, utilizó la bicicleta, por puro amor a ella, durante seis décadas de su
vida. Su verbo ágil y jugoso le había llevado por los caminos de la literatura
popular. Y la dominaba airosamente. En la película recita y "se jarta reí"
con sus propios versos. Bueno hasta el tuétano de los huesos, yo le he visto
llorar en el presbiterio de la parroquia en la que servía como
"monaguillo" septuagenario porque un nieto suyo se tenía que operar
de un tumor cerebral. Feli le echaba pregones a su Cristo del Crucero desde el
balcón de su casa. Es el único de los cinco que nos falta. Cuando murió, le
dediqué un artículo titulado "Las campanas de Almadén no tienen quién les
toque". Pero lo tengo en esas imágenes y ese sonido perdurables, que son para
mí la escuela rural que conocí en sus palabras y su buen humor. Siempre
cantando (lo hacía en las hoy increíbles labores de la tierra y cuando le
echaba de comer a los animales, que se lo agradecían, según él) y saludándote
con la mejor de las alegrías, como si llevara años sin verte. La película está
dedicada a su memoria.
El contraste más vivo —aunque secundario, dado el temple
hondo de ambos— con Feli lo da Mauricio. Profesional descollante del protocolo
público, ha atesorado durante su ya larga vida una biblioteca que heredó de su
malogrado hermano y que él ha enriquecido sin pausa. La luce con orgullo
emocionado ante la cámara. Estuvo en los grandes fastos de Sevilla desde los
años sesenta hasta su no lejana jubilación. Ha conocido a reyes y jefes de
estado. Y de hecho, era quien les sentaba en sus puestos ante la galería.
Hombre cultísimo, conoce la historia de la ciudad como la palma de su mano, y
se afana por servirte con una cortesía de película, que yo he querido plasmar.
Viudo siempre fiel a su esposa, la recuerda con los ojos empañados. Además, es
vecino mío.
También lo es Jaime, un tabernero, como él gusta definirse,
que cuidó durante décadas del bar de su padre —antaño también pescadería de
fresco por las mañanas y proveedor de la Familia Real en el Alcázar— en el
centro neurálgico de Sevilla. En aquella barra cenábamos mis padres y yo antes
de entrar en el fabuloso cine cercano, los sábados por la noche. Otras veces,
yo me quedaba en aquel establecimiento, jugando con la flipper y viendo entrar y salir a los clientes, mientras mis
progenitores estaban en la sala, pomposamente llamada "Palacio
Central", porque la cinta en cuestión era "no autorizada". Jaime
ha retenido tantas vivencias de la Sevilla añeja, evoca como si los estuviera
viendo a tantos personajes de novela, y lo narra tan estupendamente que su
papel en la película es la pincelada perfecta.
Otro Jaime, capataz de Semana Santa, me trae a colación,
delante de la Maestranza, sus momentos áureos debajo y delante de los pasos. Él
sacaba hasta hace poco el "barco" de la cercana Carretería, un
desafío anual a las leyes de la física. Muchos tenemos en la retina su figura
erguida y alta, su pelo cano, sus órdenes marciales, que daban la impresión de
instruir a un solo hombre, no a los casi sesenta que lleva el paso. Era como si
éste se moviera solo, y el capataz pusiera los ojos de ese monstruo ciego con
respiraderos que salía de su cueva para surcar los mares de cabezas del Viernes
Santo. A varios metros de distancia, con esa delantera despejada como si fuera
lo único que necesitaba (territorio), iba derecho al grano, con pocas y viriles
voces, y acto seguido, como hacen los toreros en la arena del Baratillo, se
daba media vuelta e "ignoraba al toro", sabedor de que le obedecería
y seguro de su lance. Él desvela (casi) todos los secretos de sus proezas.
Y Antonio. Capiller de esa misma hermandad, su vida es
azarosa hasta extremos inconcebibles. Hay biografías que a uno le cuesta
comprender, de rebosantes y sufridoras que son. Antonio —paracaidista en la
mili, aspirante a matador de toros, camarero— tiene un caso que marcó su vida y
por el que también pasa en la película. Cualquiera en su lugar hubiera perdido
la cabeza. Pero cuando ésta se encuentra tan bien amueblada como la suya, se
defiende trabajando, que es lo que hizo este hombre, absolutamente vulgar y que
sin embargo tenía tantas cosas que contar y tantas fotos antiguas que comentar.
Hecho a sí mismo, firme en sus ideas, buscador tenaz de mejores horizontes, tropezó
con el infortunio pero le puso buena cara, y sin haber pisado una escuela posee
esa exquisita educación que tenían las clases humildes.
Los cinco magníficos, los llamo yo para mis adentros. Seres
humanos a los que nadie dedicará una calle, ni serán top ten de nada… salvo de sus familias, de sus amigos y de este
modesto y tardío director de cine que no se resigna a dejarlos perdidos en el
bosque de la indiferencia de una sociedad de masas acostumbrada a sepultar a
los mejores en la oscuridad del "ese no es nadie". Juan Nadie he
firmado durante mucho tiempo mi dirección de correo periodístico, como aquel
personaje de Gary Cooper. Puede que algún día se hagan famosos. Quién sabe.
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