"¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os ha fascinado así?
Habéis sido llamados a la libertad: ¡no os dejéis sujetar de nuevo al yugo de
la servidumbre!" (Gal., III et V, 1)
Esta imprecación de San Pablo a los gálatas la veo cada día
más presente y palpitante a mi alrededor. Son muy pocos los reductos en los que
podamos respirar el aire puro de la libertad. Apenas si nos quedan algunos
rincones de la Naturaleza o la intimidad de una vida casi eremítica siempre que
no seamos pasto de algún rapero invasor. El silencio, la ausencia de
contaminación acústica, la preservación de un círculo de personalidad
individual libre de ruidos, es hoy un lujo al alcance de muy pocos. Como ayer,
no hay más remedio que fortificarse tras gruesos muros de aislamiento y
soledad. Nuestra sociedad es gravemente perturbadora. A veces, ese fenómeno de
la ciencia que es el ruido se cuela de forma "ordenada" —véase, o
mejor no se vea, la televisión—, pero cada vez la turba de rupturas sonoras que
irrumpen en nuestra soledad sonora es más avasalladora, como las correrías de
los bárbaros o la expansión de los berberiscos.
Y cuando uno sale a la calle o a cualquier ámbito de
convivencia, resulta muy difícil volver con la sensación —o la convicción— de
que ha aprovechado el tiempo sin que nadie sacrifique una paz siempre
vulnerable en un ambiente cada vez más brutal. Ayer, sin ir más lejos, mi
familia, y otras muchas, tuvimos que soportar a una pareja joven fornicando en
nuestras narices. Fue en una playa que hasta ahora aunaba el clima familiar con
un atractivo natural casi virgen. Durante la última media hora que estuvimos
allí, donde hasta no hace mucho se disfrutaba de un paraíso, la tensión se fue
apoderando de nuestra libertad hasta dejarla reducida a cenizas. ¡Qué razón
llevaba el Apóstol cuando nos ponía en guardia ante la seducción de los más
innobles instintos!
Durante toda mi vida, he concebido el sexo como algo
sublime, sin resignarme a tomar la descalificación freudiana como si fuera
palabra de dios. Lo de "liberación sexual" me pareció siempre un
burdo sarcasmo. Ahora veo que, socialmente, es una batalla perdida y que la
llamada de Pablo estaba más bien dirigida a un plano superior que al de la
simple cáscara de lo único que hoy parece importar: la colectividad. Eso por no
hablar de la transgresión —a menudo perversión— de los derechos ajenos,
empezando por el derecho a vivir. Lo de ayer en mi playa fue sobre todo una
agresión, un acto de propaganda violenta y una expulsión de un lugar público al
modo del exhibicionista en la puerta del instituto. En definitiva, una
demostración de poder y dominio territorial sobre congéneres indefensos que
hubieron de huir para no seguir sufriendo la devastación interior de estos
atilas de la desvergüenza. Como en el caso de la prepotencia acústica, lo que
vimos ayer no era sino sojuzgamiento visual. Y como en el caso del Don Juan de
Marañón, probablemente obedecería a un notable y patológico déficit de
sexualidad. Quien practica sexo de verdad no lo "exporta" a la fuerza
ante niños y mayores. Esto es el más vil de los ultrajes y la más despreciable
de las degradaciones.
Tenemos un alma llamada a regir al cuerpo. Cuando a esta
verdad tan simple se le da la vuelta, el alma —llámese psicología, espíritu, mente,
emotividad, afectividad o como se quiera— pasa a quedar subyugada, y por lo
tanto baja de una condición libre a una sometida. Esto, como el aborto legal,
es otra regresión a un estadio prehistórico de nuestras comunidades. Ayer lo vi
de forma gráfica en la playa de mis sueños.
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