En un país que no puede presumir de culto, aunque sí de
haber sido foco de cultura, todo deberían ser facilidades para continuar sin
descanso la tarea de promoción y divulgación educativas que emprendieron con
ahínco generaciones anteriores. Pero en España hemos pasado del villorrio
polvoriento al parque temático sin solución de continuidad. En la trastienda
más que una moda lo que hay es lo mismo que en el Deuteronomio: avaricia. O si
se quiere, codicia, que es lo que ha provocado la gran crisis
económico-financiera de nuestra vida.
Iba yo con mi familia por aquellos caminos del Norte español
entre los que nació el castellano romance o el latín romanceado de las glosas
emilianenses y silenses, buscando, precisamente, el origen de mi lengua, esa
verdadera patria de los idealistas, cuando topeme con la estulticia como
disfraz del afán de lucro. Fue en San Millán de la Cogolla, ya se sabe:
"cuna del idioma". Habíamos hecho nuestra reserva por teléfono unos
diez días antes, porque ahora aquel templo filológico del prerrománico parece
más bien una consulta del seguro. Hay que pedir cita, los grupos son limitados,
pagas en una lujosa oficina situada en Yuso (abajo), te recoge un microbús que
te lleva hasta Suso (arriba) y allí una amable señorita (fórmula rancia y
hueca) te enseña aquello. Después, el microbús te vuelve a dejar en la parada
de Yuso. Todo ello por el módico precio de 3,50 euros por persona.
Hasta aquí, todo es —difícilmente— aceptable. La amable
señorita te cuenta que, tras quince siglos de existencia y coincidiendo con las
avalanchas humanas despertadas por los fastos del milenio de la lengua, los
cimientos de aquella ermita se resintieron, la montaña a la que está adosada
amenazó con derribarla y hubo que cerrar para inyectar micropilotes (no
confundir con pilates) de hormigón, todo lo cual se lo debemos a la ilustrísima
Administración autonómica (ella decía "patrimonio"). Más o menos por
el mismo procedimiento que en el Patio de los Naranjos de la Catedral hispalense
y en otros muchos lugares sagrados de la católica geografía nacional, en San
Millán la Iglesia y el Estado volvieron a entenderse para retirar del disfrute
público gratuito un tesoro arquitectónico y, so pretexto de que se trata de un
"bien de interés cultural" (BIC) o, como en el caso del epicentro
lingüístico, de un "patrimonio de la Humanidad", empezar a cobrar.
Por cierto, que la Iglesia no hace descuento por familia numerosa y el Estado
sí. Curioso.
Hasta aquí, también es la cosa —un poquito menos— aceptable.
Todo se complica sin embargo, cuando quieres hacer fotografías. Los aficionados
sabemos muy bien lo que duele que te lo impidan, y seguramente somos los
primeros en comprender que en materia de obras de arte el flash debe estar pero
que muy bien apagado. Pero que alguien me explique en qué daña a las piedras de
San Millán el disparo —sin flash, insisto— de unas cámaras fotográficas. Nadie
te previene cuando haces la reserva ni cuando pagas la entrada. Sólo en la
puerta de la iglesia, un cartel tacha el dibujo de una cámara. Sí señores,
sépanlo, en San Millán de la Cogolla, tierra riojana y española, los agustinos
recoletos y el organismo autonómico local han decidido prohibir las fotos
libres. Naturalmente, en el célebre pórtico donde reposan dos reinas de Castilla
y los siete infantes de Lara hay, además (cuando sales, porque al acceder no lo
ponen) un expositor para vender folletos y libros profusamente ilustrados. Y en
el kiosco de la entrada también pueden adquirirse fotos del monumento. Pero de
hacerlas tú, ni mijita.
Puede hacer unos treinta años que nos acercamos mi mujer y
yo, muy jóvenes aún, a venerar esta obra insigne de nuestros antepasados
amanuenses. Recuerdo aún la trémula emoción que sentí al penetrar en aquel
misterioso centro de culto, abierto a las cuevas de los eremitas, con un
sepulcro en alabastro que es una pieza cumbre del arte español, y un arco de
entrada de resonancias exóticas. Lo pintoresco del entorno y lo profundamente
cultural de aquellas formas, dieron lugar a un sinfín de diapositivas que
guardo como oro en paño. Cada una de ellas tiene alma y remueve un auténtico
festín del espíritu. Ahora sé, además, que poseen en un enorme valor histórico,
porque todo eso está ya prohibido, gracias a la depuración cultural a la que
someten a los visitantes los poderes públicos y eclesiásticos. Y pobre de tí
como quieras hacer trampa. La amable señorita descargará sobre tu rostro una
mirada implacable y procurará sacarte los colores delante del grupo y de tu
familia.
Todo esto es bastante mísero. A esto hemos llegado en un
país siempre ayuno de cultura porque "desprecia cuanto ignora". Hace
tres décadas, antes de la "revolución cultural" en San Millán, mi
esposa y yo nos paseamos por allí como pájaros, y por cierto, en absoluta
soledad. Después ha venido la sociedad de las masas y ha arramblado con aquel
paraíso siempre en nombre del progreso.
Días más tarde, visitamos el remodelado Museo Arqueológico
Nacional, por cierto pared con pared con la Biblioteca Nacional y la estatua de
Menéndez Pelayo, también acosado por la barbarie progresista. No pagamos
ninguno —somos familia numerosa—. Creo que nadie negará la categoría de centro
cultural de primer orden internacional que adorna a esta institución. Pues
bien, "me jarté" de hacer fotos y nadie me lo impidió ni me molestó
ni me puso en evidencia. Porque en San Millán de la Cogolla no se pueden hacer
fotografías, pero en el Museo Arqueológico Nacional sí. Y todas las que se
quiera, incluso con flash.
Como decía el otro, hay cosas que no se entienden… o se
entienden demasiado bien. Tenía que escribirlo y publicarlo. Y ahora, quien
conserve pudor, que se sonroje.
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