domingo, 25 de octubre de 2015

IMPUDICIA

Es cada vez más frecuente toparse en el camino urbano —ignoro si será así también en el rural pero sospecho que ya no hay distingos— con gente que pregona sus intimidades con un móvil pegado a la oreja. Da la sensación de que este artefacto, totem del mundo contemporáneo, sirve más que nada para airear los trapos sucios. Casi siempre se trata de dos tipos de querella: la de pareja y la del deudor. Buscan, como antaño los novios inmersos en la ansiedad del fin de semana, los rincones en silencio y aparentemente desiertos. Pero se olvidan de que hay pisos y en ellos gentes que los habitan, cuya paz se ve perturbada por las voces de reproche y amenaza de las que nace un brote de curiosidad irreprimible. Cada vez es más frecuente, además, que les importe una higa tener testigos. Se van cruzando con los demás mientras espetan sus exabruptos: "¡Déjame en paz de una vez, ¿te enteras?!", "¡Pero cuándo te has ocupado tú del niño!", "¡Lo mismo me dijiste el lunes. Que me pagues ya, coño, que estoy seco!", y otras lindezas por el estilo.
Todo esto lo que revela es la invasión o el contagio de la gran lacra nacional: la desvergüenza. La pérdida del sentido del pudor es una plaga. A medida que van aflorando escándalos políticos y económicos, parece como si el nivel de tolerancia se fuera rebajando, y el personal asumiera que lo normal es incurrir en esas debilidades y no ocultarlo. El móvil sirve de altavoz al detritus rebosante. Ciertamente, hay quien sonríe embobado al leer sus mensajes en la pantalla. Pero a la hora de hablar, lo que se pone en circulación es la cara fea de nuestras relaciones humanas. Al menos, es lo que más llama la atención.

Ciertas "cabalgatas" y ciertas "limusinas" son la manifestación más procaz de esta ola de impudicia. Se exhibe lo peor como si fuera lo mejor, con tal de resultar rompedor y provocar una reacción a la que después denunciar como culpable. Se luce la ignorancia, la desfachatez, el mal gusto, constituyéndolos en metáforas de la liberación. El resultado es que la gente joven pierde el sentido de la estética y de la ética. Todo da igual, con tal de que no se repita nada: experiencias nuevas por doquier, el clasicismo a las cloacas y los vertederos al poder. Puede que no sea así, pero lo parece.

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