Veintinueve años, veintinueve, lleva en el Congreso de los
Diputados el actual presidente del Gobierno (¿hay que añadir "de
España"?), los mismos que la presidenta primera de la Mesa de la
Corporación Legislativa. Sí, son muchos años, toda una vida, como declaraba el
bolero. Demasiados años. Por encima de siglas partidistas y luchas por el poder
—ámbito en el que ha quedado la democracia en España, al menos hasta ahora— lo
que más desazón crea en el pueblo español cuando contempla a su "clase política"
es esa conexión permanente con las instituciones a lo largo de vidas enteras. Y
eso que este presidente al menos ha ganado unas oposiciones antes de hacerlo en
unas elecciones, cosa que sólo puede decir el que le nombró candidato. No es
hábito muy español éste de tener un oficio y beneficio sobre el que superponer
la carrera política.
Casi tres décadas de vida pública ocupando —es un decir, a
la vista de esas desoladoras fotografías del hemiciclo vacío durante las
sesiones— un escaño de la Cámara donde reside la soberanía nacional explican
muchas cosas inexplicables. Por ejemplo, el abrupto giro copernicano en la
delicadísima materia del aborto a instancias, precisamente, de quien en la
sombra traza las estrategias del partido en y fuera del Gobierno, a la sazón y
desde hace muchos años —es un mérito— casado con la otra diputada popular que
enlaza veintinueve añitos de vida parlamentaria.
Y es que una cosa es la plena dedicación durante una o
varias temporadas a las entidades representativas y otra muy distinta
identificarse de tal modo con ellas que se pierda el contacto con lo que le ha llevado
a uno hasta allí: la gente. Aparentemente al menos, el único roce que mantienen
estos animales políticos con la realidad allende los leones fundidos con el bronce
tomado al enemigo africano es el de los mercados convertidos en platós
televisivos y el baño de multitudes, o menos, que teatralizan los partidos en
los mítines. Por muy entregados que se sientan a la causa del bien común, ¿cómo
van a sentir en su piel el escalofrío de un trabajador medio que se levanta a
las seis de la mañana para penetrar las tinieblas de los kilómetros que le
separan de un empleo por el que cobra el salario mínimo para mantener a su
familia, y sin saber si ese día será el último en su puesto laboral? Y así
podríamos seguir indefinidamente señalando escenas que lamentablemente no
pertenecen a la ficción pero que van quedando cada día más lejos de la
sensibilidad que atañe a un político bien colocado durante tres décadas
alejándose día a día de la doble pulsión que lleva a la gente a las urnas: la
incertidumbre acompañada de la esperanza.
No es, en absoluto, de extrañar, que en cuanto surgen voces
nuevas que prometen no vegetar como líquenes al calor de la roca poderosa se
lleven de calle al personal, llámense Podemos, Ciudadanos o Vox. Eso sí, deben
acampar en espacios abiertos, porque kioscos aislados los ha habido siempre con
la suerte de todos conocida. Por eso, el 20-D, al margen de lo que cada uno
quisiera que pasara, lo que va a suceder es que
por primera vez desde 1977 la democracia española no va a tener otro
remedio que regenerarse con aires nuevos. Veremos si se enrarecen tan pronto
como los anteriores y en la misma medida. Pero qué duda cabe que las próximas
elecciones generales —tan cruciales por tantos motivos— van a ser distintas. Si
a los españoles les queda algún sentido no trastocado por las locuras a las que
han venido asistiendo durante este largo capítulo de nuestra historia, optarán
por la moderación, que hoy por hoy, es todo lo contrario del continuismo. Y darán
el poder a quienes aún pueden salvar la honradez, la coherencia (y cohesión) y
la libertad del pegajoso alquitrán en el que han quedado sumidas por la marea
negra vertida por una tripulación feble, pesarosa y rendida por la indolencia
de toda una vida "consagrada" a la política.
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