Hoy es un día para el optimismo. Ningún país del mundo se ha
convertido en estado con menos de la mitad de los votos de sus ciudadanos. En
realidad, ninguno ha dado el paso que casi la mitad de los catalanes con
derecho a voto efectivamente ejercido deseaban, haciéndolo por cauces
pacíficos, tras quinientos años de vida en común con una Nación inmensamente
mayor que la pretendiente. Las independencias, históricamente, siempre han
surgido de baños de sangre. Incluso al día siguiente de la proclamación, lo
normal es que se hayan producido conflictos internos y hasta guerras civiles
(la más divulgada es sin duda la de EEUU).
Lo que ayer nos jugábamos los españoles, y posiblemente el
resto del mundo, era la erupción o no de un volcán —otro más— en el corazón de
Occidente. No ha habido tal, sino un voto de continuidad que, tal como habían
sido planteadas las elecciones autonómicas dándole un significado
plebiscitario, es un rotundo fracaso para los separatistas. Un 48 % de votos
independentistas frente al 52 % de no independentistas (lo que no quiere decir
españolistas), después de la campaña asfixiante que desde las fuerzas por el sí
se despliega día sí y otro también, es algo más que un premio de consolación
para los amantes de la paz. Por cierto, el obispo de Solsona debería mandar que
se tocara a muerto.
Dicho lo cual, es preciso poner en guardia permanente frente
a un hecho de la peor especie: lo que han hecho Mas y sus secuaces es ni más ni
menos que intentar un golpe de estado. Ya sé que no es una idea original; lo ha
dicho Guerra, lo cual no deja de tener su gracia: que el presidente de la
comisión constitucional del Congreso de los Diputados que votó a favor del
Estatuto de Cataluña —eslabón clave en la cadena hacia la independencia— venga
ahora con lo del golpe de estado "a cámara lenta". De eso nada,
monada. Más bien al revés, ha sido una intentona y a toda velocidad,
exactamente igual que hicieron los republicanos en abril de 1931: manipular
unas elecciones, en aquel caso municipales, éstas regionales, para asaltar el
poder a base de hechos consumados tomando la calle. Nunca sabremos quién ganó
entonces, porque numerosas actas de los pueblos —mayormente monárquicos— se
perdieron por el camino. Y el resultado fue la "legalidad
republicana".
Los secesionistas no cejarán en su esfuerzo por saltarse la
legalidad. Lo tienen en bandeja: al convertir unas elecciones parlamentarias en
un referéndum de autodeterminación, no sólo arrasan el Derecho sino que intentan,
nuevamente, lo que se consiguió aquel lejano 14 de abril: engañar a la
comunidad internacional haciéndole creer que todo se había hecho "pacífica
y limpiamente, a través de las urnas". Puede que ahora la CUP no apoye un
gobierno de Mas. Pero es más lo que les une que lo que les separa con los demás
rompedores de la Constitución y la convivencia entre españoles. Y en el
Parlamento catalán ambos bloques suman mayoría. Escasa, pero suficiente para
hacer pasar las elecciones por un plebiscito ganado. Esta batalla empieza hoy.
Pero la de ayer la ganó, a pesar de todo, una España en paz y en orden.
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