Algo muy gordo tiene que estar
pasando sin que en la superficie se vean más que fumarolas insistentes con un
fuerte olor a azufre. Ya, ya sé que son “casos aislados”, no representativos de
un estado general de cosas. Pero son. Cuando el ser humano pierde perspectiva
solidaria y sólo piensa en su ombligo —personal o familiar— ha dejado de ser
tan humano. Si no somos capaces de ponernos en el lugar de las víctimas del
terrorismo puede que alguna vez caigamos en ese estadio, como actualmente caen
muchos, y donde menos se lo espera uno. Ocurre algo parecido a la gran paradoja
de nuestro tiempo: doscientas mil personas votan a los que piensan (?) que los
animales son sujeto de derecho; y apenas unas decenas de miles al único partido
democrático que aboga por los no nacidos. No a la tauromaquia (¿no será a la “fiesta
nacional”?) y sí al aborto de la especie humana. Muchos lucen la pancarta que
pide la aproximación de terroristas presos a sus hogares y casi nadie se
acuerda de los trescientos semejantes que nunca podrán volver a ningún sitio
sin que la Justicia haya aclarado sus asesinatos.
Esta suerte de suicidio cultural
escribe páginas luctuosas y/o indignantes, como la que ha tenido lugar en Molina
de Segura, donde un hombre honrado y pacífico que aguardaba en la sala de
espera de un hospital a que su esposa saliera de la zona quirúrgica en la que se
encontraba el hijo de ambos para ser operado de una fractura, tuvo la infeliz
ocurrencia de intentar evitar un crimen, llevándose la puñalada mortal
correspondiente. Les evito detalles, que por otra parte tienen a su disposición
en cualquier buscador de Internet. Sí reparo en uno del que se ha pasado por
alto y que es muy revelador del grado de aterradora degradación al que hemos
llegado. Conducido a los Juzgados el autor de la muerte —un joven harto
conocido de la Policía— se congregó ante el edificio una multitud de parientes
y amigos con la intención de liberarlo. Las fuerzas del orden tuvieron que
montar un dispositivo especial. Y, por supuesto, el abogado defensor se
apresuró a hablar de su cliente como de un individuo bueno, carente de
responsabilidad, que se conducía adonde le llevaba el viento de la sociedad.
Es posible, pero si sólo somos
plumas levadizas sin conciencia, la civilización nos ha devuelto a las
cavernas. Por las mismas fechas en que ese trabajador que velaba por la salud
de su hijo y que defendió a una adolescente atacada en un lugar público caía
abatido por la mano homicida, en Sevilla era juzgado un energúmeno a quien todo
el mundo ha visto y puede ver propinarle un salvaje puñetazo en la cabeza a un
ciudadano respetable que disfrutaba plácidamente de su consumición en la
terraza de un establecimiento bilbaíno. El sujeto en cuestión acumula ya
numerosos antecedentes penales, incluido el de homicidio (¿qué hace en la
calle?). Su perfil no tiene desperdicio: carne de gimnasio, tatuajes hasta en
la lengua, hincha de un club de fútbol con comportamiento de fuerza de choque,
su madre lo presentaba ante el Palacio de Justicia como “un niño mu bueno”.
¿Qué está pasando?, me preguntaba al principio. Puede que tenga que ver con ese
fusil AK-47 simulado que sirve de pie a una cachimba y que se vende impunemente
en un estanco (para más inri, una concesión del Estado), al alcance de cualquiera,
niños incluidos, desde un amplio escaparate hace ya muchos meses.
Las formas del terror, como las
de la vesania, son inagotables. Y las posibilidades de utilizar las
circunstancias sociales para diluir las culpas también. Pero las balas que
mataron a cientos de personas no hace mucho en París salieron de Kalashnikoff
como los que reproducen las cachimbas que se exponen en los escaparates a
nuestro lado. Y las heridas que acabaron con la vida de un padre de familia por
mediar en una discusión con amenazas de muerte no aguardarán a que la
Sociología, la Psicología o la Demagogia expliquen por qué niños tan buenos
hacen cosas tan malas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario