Pronunciada en la iglesia parroquial del Sagrario de la Catedral de Sevilla el 14 de junio de 2017, víspera de la solemne procesión del Corpus Christi, en acto organizado por la Hermandad Sacramental y ante el Santísimo expuesto a la adoración de los fieles.
Con la venia del Señor Sacramentado.
Quiero empezar por la gratitud y
la memoria. La primera, hacia esta Archicofradía que ha depositado su confianza
en este cronista sin merecimientos nada menos que para cantar al Corpus Christi,
que adora Sevilla. Y, como cada vez que uno recapitula esencias, me asalta el
buen recuerdo. Pero no la nostalgia, porque un cristiano cuando recuerda piensa
sobre todo en las personas queridas que ya no están al alcance de la mano ni de
la vista, pero que se encontrarán con nosotros allá donde todos volveremos a
coincidir. Esta esperanza cierta nos sostiene y guía, sobre todo cuando nos
postramos ante la Sagrada Eucaristía, el cuerpo del Resucitado.
Mis recuerdos son hoy los de un
sacerdote que conocí y traté cuando quien les habla era delegado de Cultura en
el grupo joven de la Hermandad de La Carretería. Porque éste que está aquí es
carretero desde los dos años, y procura llevar a donde quiera que va la imagen
de sus devociones muy cerca del corazón. Es decir, que ésta es mi collación
cofradiera y el Sagrario de la Catedral la iglesia de mis funciones principales
de instituto. Pues bien, el recuerdo traído y llevado, como algunos habrán
podido adivinar, es el de Don José Ruiz Mantero, párroco del Sagrario, con
quien cruzaba la avenida, todavía abierta al tráfico, una tarde en semana,
llevándole el proyector y las diapositivas para desarrollar en la Hermandad
(todavía en sus vetustos salones del siglo XVIII) las catequesis que tanta
falta hacían y siguen haciendo en nuestro descristianizado mundo. Que él medie
hoy, con su inolvidable sotana, en este acto de fe.
Si para un cristiano las
nostalgias son siempre esperanzadas, las coincidencias no existen, como tampoco
existe la suerte. El destino es siempre providencial. A veces, ésta es la mayor
prueba de fe a la que se ve sometido un creyente. En otras ocasiones, si
mantenemos abiertos los ojos del alma, vemos que hay mensajes que nos llegan
por dentro a la hora de interpretar los hechos que nos suceden. Como director
de cine aficionado, puedo asegurar que los guiones, si están iluminados por la
gracia de Dios, vienen dictados de lo alto. Y algunos artículos, también. A
veces contra nuestra necedad y cerrazón, que son extremadamente torpes. Pero el
poder del Altísimo —del Santísimo— es ilimitado y sus caminos siempre
inescrutables.
Viene esto a cuento de un guiño
del azar que paso a relatarles. Tienen ustedes de retablo en el altar mayor una
pieza sublime de Pedro Roldán que no voy —pobre de mí— a descubrir ahora. Es un
descendimiento, ya casi un traslado al sepulcro, y una Piedad al mismo tiempo.
Dejando a un lado el notable parecido del rostro de la Virgen con el de la
Dolorosa más célebre de Sevilla (y curiosamente también con un San Miguel
salido del mismo taller y que se expone al culto en la más antigua parroquia de
la ciudad, aunque desterrado de la capilla de las Ánimas para la que fue
tallado), llamo la atención hacia el contenido de esta composición, que tenemos
aquí mismo. Se trata de la contemplación devota del cuerpo, muerto, de Cristo.
Él, como no podía ser menos, es el centro focal de este teatro pasional que forma
un todo con el misterio de mi hermandad. La obra procede del que durante mucho
tiempo fue epicentro místico de Sevilla y catapulta para la evangelización del
Nuevo Mundo: el convento casa grande de San Francisco. Lo mandaron construir
los vizcaínos. Y su traslado, tras la desamortización y derribo del
establecimiento religioso, a la parroquia del Sagrario tiene dos lecturas. Una
es puramente formal, debida a la cercanía entre ambos emplazamientos. Pero la
otra es, podríamos decir, metafísica, y comparte tanto una dimensión material
como otra espiritual. Es decir, se trata de una fusión perfecta entre las dos
enjundias del Sacramento Eucarístico. Porque, como ya dije, es el Cuerpo de
Cristo lo que se presenta a meditación y oración. ¿Qué más nos ha quedado del
convento franciscano? Muy poco. De su arquitectura, apenas una pequeña capilla,
la de San Onofre, embebida en un edificio de la ordenación urbanística
isabelina que dio lugar a la Plaza Nueva. Y en ella, desde hace unos años, se
encuentra la Adoración Perpetua. Es decir, aquí tenemos, en la parroquia del
Sagrario, la escena en relieve del Redentor físicamente descendido de la cruz y
trasladado con inmenso amor y delicadeza a su morada postrera, bien que sólo
fuera tal por tres días. Y en San Onofre, muy cerquita, su Cuerpo glorioso
expuesto día y noche al encuentro de quien necesite acudir a Él. Por la razón
que sea, venturosa en acción de gracias o afligida en cualquier fatiga de la
vida, pródiga siempre en ambos avatares.
Dentro de unas horas, esa adoración
se hará a cielo abierto, bajo un pequeño y celestial templete de plata. San
Onofre será toda Sevilla. Primero esta collación, que para eso lleva el nombre
de la custodia que contiene de ordinario lo que extraordinariamente se abre a todos
los ángulos urbanos y a las miradas fieles en su peregrinar encontradizo.
Después, en mañana dominical que también luce más que el sol.
Sevilla es una ciudad
resueltamente eucarística. Mirad, yo he recorrido, por afán viajero y por
inclinación entre estética y ética, los campos de Castilla, de machadianos
ecos. Lo he hecho en junio, cuando la siega, en el momento en que de verdes
tornan a rubios los trigales. Sí, ya sé que no es necesario salir a las tierras
de pan llevar para ver dicho espectáculo. Sé que desde la vega de Carmona y los
Alcores hasta el Delta del Nilo el fruto del Amor de Dios y del trabajo del
Hombre constituye la base de su dieta alimenticia, el pan nuestro de cada día.
Pero es que además, es el pecho de las gentes lo que se inflama con la cosecha,
con la trilla, con el aventar, que me recuerda la palabra adviento: ya viene.
Ya está aquí el padre trigo, el calor de nuestras venas, la paz de nuestro
bregar, el ansiado premio de nuestra confianza en Quien puede descargar las nubes
a tiempo y en la cantidad justa para que la Vida germine y crezca.
Esa belleza trascedente que
contagia a propios y extraños y que prefigura la felicidad festiva de los días
más largos del año, la he visto en las tierras de donde nos vino también el
Credo que compartimos. Porque somos hijos de Castilla en todo, desde el idioma
en que les hablo —“En el principio era el Verbo…”— hasta la celebración del
Corpus Christi, que hunde sus raíces en la Sevilla todavía primeriza de la
Reconquista. Por eso desde aquí rindo tributo de gratitud a nuestro señor el
Rey San Fernando, tercero del trono de Castilla y León, que nos devolvió a la
civilización de la Cruz y nos dio a un heredero gracias al cual hoy somos, del
todo, Europa.
El alborozo del Pan de Vida, el
que precisamos para sobrevivir y el que nos viene del cielo como maná precioso
para vivir eternamente, está a punto ya en el horno del calendario litúrgico.
Yo invito, desde este púlpito laico (porque los laicos también somos Iglesia y
la Iglesia también es laica) a quienes me escuchan a que pulsemos en nuestro
interior ese botón luminoso que alza nuestros ojos hasta la Sagrada Forma y
fija en Ella el haz de luz de junio que, como faro de Espíritu Santo, nos llena
por dentro y cambia la faz de la Tierra. Tras el rezo interior, no digáis nada.
Haced sitio al silencio y escuchadle, como en el Jordán, como en el Tabor. Os
insto a que tengáis paciencia. Porque si no desviáis la mirada, pronto
descubriréis cómo ese espacio de blancura, esas ráfagas de rayos que brillan
como lava de un volcán de santidad, os crean la sensación óptica de que esa
imagen se aísla del mundo, levita y queda ya para siempre grabada a fuego en
vuestras retinas y en vuestro recuerdo como lo que es: tabla de salvación para
un entorno a menudo hostil y cuando menos desmemoriado de los favores continuos
que el Señor nos hace. Si ponéis oído, veréis que os habla. Él siempre acaba
hablándonos desde el altar. Porque ahí, frente a su Cuerpo Sacramentado, es el
único ámbito donde no hay nadie más. Él y tú. En medio, el vacío, la caja de
resonancia de su voz, que la hace más vigorosa, hasta resonar como el cántico
de los ángeles, señalándole tres veces santo. Saldremos de allí distintos,
mejores, más fuertes, más útiles para el prójimo, más cerca del Padre Eterno
que nos mira. Mañana, el fenómeno se manifestará por dondequiera que vaya
nuestra custodia: silencio, comunicación (comunión), escucha unánime. Él nos
habla a todos y a cada uno de nosotros, que volvemos a casa repuestos,
regenerados, renacidos. Gracias al Corpus de Sevilla.
Y entre esos favores, el más
grande y previo a todos, el único, como la Hostia bendita, del que parten todos
los demás: la vida. El regalo de vivir, que es un don de Dios Creador del
Cielo, de la Tierra y de cuanto contienen. Ese mismo Dios que habita en el
espacio circular al que acudimos en remedio de nuestros males o para verter en
él nuestra dicha. La vida, tan amenazada siempre, desde Caín y Abel. La vida,
que empieza cuando Dios quiere; o sea, científicamente cuando la simiente
fecunda la tierra. Podrán comer del fruto del árbol de la ciencia, pero nunca
podrán cambiarlo por un tronco seco y estéril, como, al parecer, pretenden
muchos hoy en día. Porque es ese árbol de la ciencia del bien y del mal el que,
siempre de guardia como el árbol de la vida que adoramos en el Altar, deja muy
claro lo que otros no quieren ver: que hay vida humana desde que se engendra y
concibe. Y que cercenar esa vida es como talar el Paraíso.
Cuando miro el cuerpo descendido
y exangüe en brazos de María camino de librar la batalla definitiva contra la
muerte, cuando contemplo en actitud humillada al Santísimo en el ostensorio o
en andas y pisadas de juncia y romero, estoy viendo el cuerpo destrozado y
redimido de tantos niños como no podrán ver la luz de este mundo sino desde el
otro.
En la capilla de San Onofre,
rodeando al Sacramento, están la Virgen Inmaculada (el primer Sagrario), y a
sus lados San Hermenegildo y San Fernando. Hubo un tiempo en que yo tampoco
comprendía que reyes y guerreros fueran santos y sus efigies estuvieran en los
altares. Es éste un rechazo típicamente adolescente en el que muchos caen hasta
su último aliento. Cada día lo comprendo mejor. Y cuando veo las cifras de natalidad
en Europa y en mi maltratada España, todavía más. Y cuando me llegan noticias
de atentados islamistas, mucho más. ¿Ha olvidado nuestro confortable y opulento
Occidente de dónde viene, cuáles y quienes conforman sus raíces, su mentalidad,
sus expectativas vitales, su cultura, le guste o no?
Somos cuerpo, que no es lo mismo
que carne. Cuando el Apóstol tiene que buscar una imagen para que todo el mundo
comprenda la dimensión comunitaria y por ello no fragmentable de la Iglesia y
aún de la misma fe, escoge la del cuerpo místico de Cristo, que es su cabeza. Y
la repite machaconamente, por activa y por pasiva. Nos acercamos al prójimo por
la imagen de su cuerpo, y cuando evocamos a un ser querido, miramos su retrato
o lo componemos en nuestra mente si no lo tenemos a mano. El cuerpo es mucho
más que un puñado de materia más o menos ordenado por una mano invisible y
todopoderosa. Es la presencia de Dios mismo en sus criaturas, que por algo
están hechas a su imagen y semejanza.
Es el milagro nuestro de cada día
para los creyentes. Si nos acercamos a comulgar con la unción, el respeto y la
convicción que merece tal acto, es porque algo —Alguien— nos llama desde allí
de tal manera, con tan irresistible ímpetu, que se produce en nosotros, ya en
la fila y a medida que nos acercamos al pie del altar, una auténtica y
reiterada conversión. Esas largas colas de cuerpos silenciosos saben a lo que
van. Desde el ángulo materialista que hoy lo preside casi todo, su actitud no
puede ser más absurda. Van a tomar un trozo de miga de pan aplastado y se
sienten imbuidas de lo que llaman Espíritu Santo. Pero el hombre —insisto— es mucho más que materia. Ésta queda a veces
como suspensa en el aire, pudorosa de sus limitaciones ante la proyección
infinita de la gracia a la que asiste empequeñecida. La fuerza de los mortales
al recibir la Comunión viene de ese mismo Espíritu, que les libera, y entonces
se transforman. ¿No habéis notado esto cuando suena ese “Túuuu” inconfundible,
seguido del “has venido a la orilla”, mientras aguardáis o retornáis en el
momento de la comunión? ¿No ha recorrido vuestro cuerpo un repeluco de
rendición a los pies del alimento que el divino galileo ofrece? ¿No os sentís
como sobre las arenas del Tiberíades y hasta caminando por las aguas de la duda
cuando veis que Él está allí verdaderamente, para fusionarse con todas las
células de vuestro cuerpo?
Y si nosotros no podemos ir a Él,
Él se echa a la calle bajo palio y vuela a nuestro encuentro en el lecho de
nuestra enfermedad o de esa vejez en la que suelen remansarse los sueños de
juventud. Y de eso se ocupan también los hermanos de las corporaciones
sacramentales, verdaderos pies y manos de la Eucaristía, o sea del Cuerpo de
Cristo que los impedidos necesitan más que nadie. La salud del alma mueve
montañas, a veces incluso arrecifes. Si para un cristiano constituye siempre el
mayor y más cuesta arriba de los misterios asistir a cualquier penalidad que se
ensañe con un inocente, no es menos intrigante comprobar que la oración
confiada y compartida opera realidades ante las que la razón dimite.
Si os fijáis, estamos hablando de
ver lo invisible desde que empezamos. “Dichosos los que crean sin haber visto”,
le espeta el Resucitado al apóstol escéptico —como yo— que acaba de hacer su
profesión de fe en la divinidad de Cristo, y por tanto su declaración de
confianza en el ininteligible misterio de la Santísima Trinidad. En última
instancia, la visión no es más que un puente. Los puentes no son la meta, pero
son necesarios para llegar a ella. Debemos aspirar a creer sin ver. En
realidad, un círculo blanco no nos muestra nada. Y sin embargo, en él creemos
que está todo. Sin engaño, con plenitud, como si fuera la escotilla tras la que
se encuentra la felicidad sin término. ¡Qué digo como si fuera! ¡Claro que lo
es! Y como yo también necesito puentes para llegar al otro lado de las cosas,
donde el Padre Eterno ve en lo más recóndito de nosotros, esa región que ni
siquiera nosotros conocemos, como bien dejó dicho San Agustín, voy a mencionar
dos imágenes. Una es de la película “La misión”. El clímax de esta conmovedora historia
es, sin duda, la batalla entre las pasiones humanas y la voz del Altísimo. Es,
como siempre, el torneo entre el caballero trueno y esa brisa suave que Elías identificó
con Dios. En pleno centro de esta cruel escena, el religioso que portaba el
Santísimo elevado, como ariete contra los violentos, cae abatido por las armas.
Con él, se incrusta en el barro la Custodia. Pero un indio de la misión se
apresura, sabiendo que con ese gesto acaba su vida terrenal, a retomarla en sus
manos y volver a izarla victoriosa. Es todo un símbolo de que siempre habrá
alguien en el mundo dispuesto a responder a la ira que todos llevamos dentro
con la paz serena, inmaculada, dulce y recia que destila el Corpus Christi.
La otra estampa es una fotografía
de Juan Pablo II que yo venero en mi estudio y me acompaña siempre. Está
abrazado al Santísimo y su cara desprende una alegría más celestial que
terrenal.
Se pone el sol tras tostar los
campos. Cuando la luz se haga nuevamente y el alba haya tomado posesión del
día, la puerta de San Miguel se llenará de niños carráncanos, seguidos de la
insignia que abre el magno cortejo del Corpus sevillano: el guión de esta Hermandad
Sacramental del Sagrario, fundada por doña Teresa Enríquez en época de los
Reyes Católicos, corporación que forma parte por derecho propio del paisaje
catedralicio, como las terracotas de Mercadante, la cruz de Caravaca que corona
el hastial más solemne de la Cristiandad o ese conjunto de fe cristiana
triunfante que es la torre, siempre la más alta, desde la que repicarán las
campanas a gloria como esa otra mañana de verano envuelta en nardos y sonrisas
maternales que se pierden en la eternidad. Veremos y rendiremos culto a Santa
Ángela de la Cruz, zapaterita de los cielos donde habitan los predilectos de su
Virgen de la Salud de Santa Lucía; a las patronas alfareras de Triana, que por
dar fe de que el hombre es el primer cacharro salido de las manos del Creador,
dieron sus manos de artesanas al martirio y así andan por siempre en el torno
en el que se yergue por los siglos de los siglos la Giralda de nuestra doctrina
bien enclavada en testimonios como el suyo; a San Isidoro, el padre de la
sabiduría medieval que, ya por encima del tiempo y del espacio, campea sobre
las ciencias humanistas, tan precisas siempre para ser personas hechas y
derechas; a su hermano San Leandro, que ocupó la sede hispalense con magistral
temple y procuró el imperio para Alfonso X; a San Fernando, gracias a cuyo
valor y consistencia estamos hoy aquí haciendo esto, y que en el monumental
lienzo historicista y teológico de Virgilio Mattoni que cuelga de los muros del
Alcázar se postra, roto y miserable como cualquiera de nosotros, ante el
Santísimo Sacramento, última instancia de su fortaleza en la hora del tránsito
definitivo; a la Inmaculada Concepción, por cuyo misterio dogmático juró esta
hermandad derramar su sangre si preciso fuera; al montañesino Niño Jesús que
esta Hermandad atesora, al que siempre nos acercan las palabras del Redentor y
la reflexión ante su Forma Sacramentada; la reliquia de la Santa Espina, y,
como una explosión de aromas sobrenaturales, Jesús mismo, presente ante
nosotros y compañero de camino en el aire de Sevilla para ofrecer a todos, buenos
y malos, justos e injustos, el sol radiante y la lluvia fina de su reconfortante
bendición eucarística. … Y Sevilla, que nunca deja de inclinarse ante tanta
grandeza en una superficie tan recogida, como se abajó el arzobispo Cristóbal
Rojas de Sandoval, que hasta allí le había hecho la vida imposible, ante Santa
Teresa, precisamente en el traslado del Santísimo hasta el convento fundado por
la doctora de la Iglesia en la calle Zaragoza.
“Sabed que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el final de los tiempos”. Éstas fueron las últimas
palabras de Jesús antes de ascender a
los cielos. Su testamento. Los últimos sonidos que salieron de sus cuerdas
vocales, de un cuerpo como el nuestro, aunque ya glorificado. Y hasta el final,
Él está con nosotros encarnado en otro cuerpo, el Corpus Christi. Día y noche,
siempre igual, sin inmutarse, en su forma aicónica, universal, intemporal,
válida lo mismo en Nueva Zelanda que en el Caribe, en Islandia que en la Tierra
del Fuego. Todas las Sagradas Formas del mundo conforman un único pan que nos
hace más hermanos y más cercanos entre sí. Y, por supuesto, aquí a nuestro lado, en esta
Sevilla que parece necesitar la imaginería para creer, mañana se demostrará
nuevamente que no es así, que nuestra ciudad ha calado tan hondo en los
misterios de la fe que es capaz de ver al mismo Cristo crucificado o nazareno,
varón de dolores o azotado, expirante o muerto, y para siempre resucitado en un
pan blanco y redondo. Cualquier día alguien desde un balcón se arranca con una
saeta.
Eucaristía significa “acción de
gracias”. Y en hebreo, Belén es “Casa del pan”. ¡Cuántas veces nos hemos
sentido alimentados en la comunión, mucho más que tras una suculenta comida!
Por mi parte, he querido trenzar
con estas insignificantes palabras mías, en vísperas del Corpus, que es la gran
fiesta de Sevilla desde el siglo XIII, una espiga que haga juego con un racimo
de uvas y una rama olivo que os ofrezco emocionado mientras repito las palabras
del que está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos: “Paz a
vosotros”.
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