sábado, 26 de agosto de 2017

ENSEÑANZAS DE UN ASALTO YIHADISTA

El AK-47, con el que los combatientes de Alá cometieron su sanguinario atentado contra la revista Charlie Hebdo en París el 7 de enero de 2015, es un fusil de asalto, como es sabido, de patente soviética y encargo firmado por un mariscal llamado José Stalin. Pero es mucho más que eso. Es un símbolo. Me recorre un escalofrío cada vez que paso por un estanco que vende cachimbas con su figura de “adorno” a la vista de los colegiales que pasan cada día ante su escaparate. El kaláshnikov es el arma larga automática con la que se han ejecutado las revoluciones más recientes, antes casi todas de signo comunista y ahora de carácter islámico. Sus cartuchos han derramado más sangre que muchas guerras convencionales que se nos restriegan por los ojos como encarnación del mal.
Fue este fusil también el que segó las vidas de los jóvenes que bailaban en la pista de la sala de fiestas Bataclán, igualmente en la capital francesa, así como en los cafés y lugares de tertulia y esparcimiento de aquella ciudad que en “Sabrina” era algo así como el paraíso de los románticos. Los últimos atentados, con los que, según el niño barbudo de la Tomasa, se nos quiere obsequiar con otros ochocientos años de “califato” (son además unos ignaros de tomo y lomo, que confunden a califas, valíes, emires, taifas y vasallos), no han utilizado AK-47 sino furgonetas, coches y cuchillos de asalto, sucedáneos de la “madre de Satán” que hizo volar por los aires al imán peor buscado de Europa, verdadera clave de lo que está pasando.
Y lo que tenemos entre nosotros no es sino un epifenómeno de las oleadas con las que muchos discípulos de Mahoma se ven tentados a menudo de poner el mundo a sus pies: el asalto. Lo hicieron en 711, doblegando a la España visigoda merced a las divisiones internas del reino cristiano, fragmentado en condados con sus correspondientes caudillos y con una monarquía feble que aún se debatía entre arrianismo y catolicismo. Lo repitieron con insistencia hasta Zaragoza, hasta el Duero y hasta Poitiers, donde Carlos Martel les detuvo. Almanzor convirtió en tierra quemada cuanto encontró a su paso a través de las “razzias” que le llevaron, por ejemplo, a desmontar las campanas de Santiago para que esclavos cristianos las portasen hasta Córdoba, donde serían fundidas y convertidas en lámparas de la mezquita. Y finalmente, Viena, a cuyas puertas quedaron, aunque fue décadas más tarde cuando el hijo ilegítimo del emperador Carlos envió las naves del turco al fondo de Lepanto.
Nuestra identidad como cristianos está repleta de confrontaciones con este ADN expansivo y obnubilado del Islam. Como todas las corrientes de pensamiento, ésta también cuenta con sus místicos, dulces sufíes de los que Al-andalus pudo presumir con razón durante décadas. Pero son los menos. El arranque agresivo y belicoso suele acompañar a la media luna, para desgracia de los propios musulmanes y tragedia de sus enemigos cuando son vencidos. Este ajuste de cuentas con ochocientos años de retraso así lo confirma. También la Cristiandad padeció esta manía, pero de eso hace tanto que hoy podemos hablar sin equivocarnos de una mentalidad avanzada frente a otra esclerotizada en el odio revanchista.
¿Excepciones? Naturalmente, por eso nunca es lícito iniciar una “causa general”. Pongamos atención, no obstante, a los datos que aporta en un espléndido reportaje Ignacio Cembrero en El Confidencial sobre la abrumadora presencia de marroquíes en el movimiento yihadista europeo. No quiero quitarle el sueño a nadie, pero tampoco me parece correcto hacer como que no pasa nada. Los atentados de Barcelona y Cambrils, cuyo conocimiento cabal he aguardado antes de escribir este artículo, son asaltos sin AK-47. Significan que están aquí, entre nosotros, que son extremadamente jóvenes, que están unidos por parentesco (como las tribus y clanes de bereberes que cruzaron el Estrecho con Tarik y Muza), que no temen morir sino que esperan con ansia ese momento del tránsito heroico del monje-guerrero medieval, y que forman parte de una organización bien trabada a la que no falta mucho para tener unos cachorros lo suficientemente peritos como para no fallar como lo hicieron en el chalé “okupa” de Alcanar.
Dos hechos ya sobradamente probados abonan ese miedo natural y necesario en quien teme vivir sobre un campo de minas. (Dejemos a un lado los eslóganes gratuitos que sólo sirven para hacerse la foto y quedar bien.) Y son éstas enseñanzas indisimulables de los recientes atentados. Uno es cómo el Estado de las Autonomías se ha ido configurando como un monstruo vuelto contra sí mismo. El espectáculo de una Policía regional actuando en exclusiva, con superioridad sobre la nacional y retransmitiendo cada uno de sus pasos en directo por las redes sociales mientras el político responsable de la misma se expresaba en un idioma que no es el oficial de todos los españoles debe de haber producido en las cancillerías europeas cierta sensación de indefensión frente a un terror que sabe muy bien lo que hace cuando atenta en Cataluña. La descoordinación y desinformación policial inevitables cuando la respuesta al desafío violento es el nacionalismo particularista se torna así en un problema internacional. Tal vez los más radicales rupturistas no vean esto con malos ojos. Sirve de cobijo a esta ofensiva la llamada “cultura okupa” que, como hemos visto, ofrece, sin pretenderlo (se supone),  una red de guaridas a los del EI, sin ser molestados en ningún momento.
La otra cuestión que aterra es, en parte, consecuencia de la anterior. La “célula” que ha acabado sus días abatida o entre rejas estaba “limpia”. Sólo su imán había pasado por la cárcel, condenado por tráfico de drogas, aunque una interpretación judicial de ésas que ponen de manifiesto los agujeros de la Ley que tenemos, lo dejara en libertad tras el cumplimiento de su pena que, al ser superior a un año, hasta entonces conllevaba, automáticamente, la expulsión. Hemos sabido también que el Tribunal Supremo absolvió, por defectos en la investigación policial, a éste y a otros yihadistas que las fuerzas de seguridad consideraban peligrosos.
Algo falla en nuestro sistema de protección ciudadana y en la Justicia española, cuya lentitud —es decir, déficit de eficacia— es inveterada. Un destacado juez me daba la clave hace poco. Me abrió los ojos, pero no seré yo quien dé facilidades a los perseguidores de periodistas audaces. Lo cierto es que los españoles —y cualquiera que nos visite o conviva pacíficamente con nosotros— no podemos vivir tranquilos mientras los mecanismos de represión del delito presenten las fisuras que salen a la luz cada vez que se produce un ataque a la paz social de esta magnitud.

Decía antes que Lepanto fue el freno a la sed depredadora que los furiosos del Islam disfrazan con su religión. En la iglesia de La Magdalena de Sevilla, donde aprendí a rezar en innumerables misas con mi padre, me entretuve a menudo —cuando desconectaba por no entender nada de lo que oía— en recorrer un fresco poblado de naves, tempestades y cañonazos. El mural representa la batalla de Lepanto, y está junto a la capilla del Sagrario. Y en las mismas Ramblas de Barcelona, así llamadas porque evacuaban las aguas de los temporales hacia el mar en el que se yergue Colón que hasta allí nos trajo a América, bajo los altos techos de las atarazanas, una galera nos recuerda el mismo hecho que, según Cervantes, fuera “la más alta ocasión que vieron los tiempos”. Es el navío desde el que Don Juan de Austria ordenaba a los yihadistas dar la vuelta hacia Constantinopla.

1 comentario:

  1. Sí señor, muchas enseñanzas nos da este atentado, a las que nuestro articulista tan cumplidamente pasa revista con su agudeza habitual, dentro de la amplia visión histórica en la que enmarca sus análisis.

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