El AK-47, con el que los
combatientes de Alá cometieron su sanguinario atentado contra la revista Charlie
Hebdo en París el 7 de enero de 2015, es un fusil de asalto, como es sabido, de
patente soviética y encargo firmado por un mariscal llamado José Stalin. Pero
es mucho más que eso. Es un símbolo. Me recorre un escalofrío cada vez que paso
por un estanco que vende cachimbas con su figura de “adorno” a la vista de los
colegiales que pasan cada día ante su escaparate. El kaláshnikov es el arma
larga automática con la que se han ejecutado las revoluciones más recientes, antes
casi todas de signo comunista y ahora de carácter islámico. Sus cartuchos han
derramado más sangre que muchas guerras convencionales que se nos restriegan
por los ojos como encarnación del mal.
Fue este fusil también el que
segó las vidas de los jóvenes que bailaban en la pista de la sala de fiestas
Bataclán, igualmente en la capital francesa, así como en los cafés y lugares de
tertulia y esparcimiento de aquella ciudad que en “Sabrina” era algo así como
el paraíso de los románticos. Los últimos atentados, con los que, según el niño
barbudo de la Tomasa, se nos quiere obsequiar con otros ochocientos años de “califato”
(son además unos ignaros de tomo y lomo, que confunden a califas, valíes, emires,
taifas y vasallos), no han utilizado AK-47 sino furgonetas, coches y cuchillos
de asalto, sucedáneos de la “madre de Satán” que hizo volar por los aires al
imán peor buscado de Europa, verdadera clave de lo que está pasando.
Y lo que tenemos entre nosotros
no es sino un epifenómeno de las oleadas con las que muchos discípulos de
Mahoma se ven tentados a menudo de poner el mundo a sus pies: el asalto. Lo
hicieron en 711, doblegando a la España visigoda merced a las divisiones
internas del reino cristiano, fragmentado en condados con sus correspondientes
caudillos y con una monarquía feble que aún se debatía entre arrianismo y
catolicismo. Lo repitieron con insistencia hasta Zaragoza, hasta el Duero y
hasta Poitiers, donde Carlos Martel les detuvo. Almanzor convirtió en tierra
quemada cuanto encontró a su paso a través de las “razzias” que le llevaron,
por ejemplo, a desmontar las campanas de Santiago para que esclavos cristianos
las portasen hasta Córdoba, donde serían fundidas y convertidas en lámparas de
la mezquita. Y finalmente, Viena, a cuyas puertas quedaron, aunque fue décadas
más tarde cuando el hijo ilegítimo del emperador Carlos envió las naves del
turco al fondo de Lepanto.
Nuestra identidad como cristianos
está repleta de confrontaciones con este ADN expansivo y obnubilado del Islam.
Como todas las corrientes de pensamiento, ésta también cuenta con sus místicos,
dulces sufíes de los que Al-andalus pudo presumir con razón durante décadas.
Pero son los menos. El arranque agresivo y belicoso suele acompañar a la media
luna, para desgracia de los propios musulmanes y tragedia de sus enemigos
cuando son vencidos. Este ajuste de cuentas con ochocientos años de retraso así
lo confirma. También la Cristiandad padeció esta manía, pero de eso hace tanto
que hoy podemos hablar sin equivocarnos de una mentalidad avanzada frente a
otra esclerotizada en el odio revanchista.
¿Excepciones? Naturalmente, por
eso nunca es lícito iniciar una “causa general”. Pongamos atención, no
obstante, a los datos que aporta en un espléndido reportaje Ignacio Cembrero en
El Confidencial sobre la abrumadora presencia de marroquíes en el movimiento
yihadista europeo. No quiero quitarle el sueño a nadie, pero tampoco me parece correcto
hacer como que no pasa nada. Los atentados de Barcelona y Cambrils, cuyo
conocimiento cabal he aguardado antes de escribir este artículo, son asaltos
sin AK-47. Significan que están aquí, entre nosotros, que son extremadamente jóvenes,
que están unidos por parentesco (como las tribus y clanes de bereberes que
cruzaron el Estrecho con Tarik y Muza), que no temen morir sino que esperan con
ansia ese momento del tránsito heroico del monje-guerrero medieval, y que
forman parte de una organización bien trabada a la que no falta mucho para
tener unos cachorros lo suficientemente peritos como para no fallar como lo
hicieron en el chalé “okupa” de Alcanar.
Dos hechos ya sobradamente
probados abonan ese miedo natural y necesario en quien teme vivir sobre un
campo de minas. (Dejemos a un lado los eslóganes gratuitos que sólo sirven para
hacerse la foto y quedar bien.) Y son éstas enseñanzas indisimulables de los
recientes atentados. Uno es cómo el Estado de las Autonomías se ha ido
configurando como un monstruo vuelto contra sí mismo. El espectáculo de una Policía
regional actuando en exclusiva, con superioridad sobre la nacional y
retransmitiendo cada uno de sus pasos en directo por las redes sociales
mientras el político responsable de la misma se expresaba en un idioma que no
es el oficial de todos los españoles debe de haber producido en las
cancillerías europeas cierta sensación de indefensión frente a un terror que
sabe muy bien lo que hace cuando atenta en Cataluña. La descoordinación y
desinformación policial inevitables cuando la respuesta al desafío violento es
el nacionalismo particularista se torna así en un problema internacional. Tal
vez los más radicales rupturistas no vean esto con malos ojos. Sirve de cobijo
a esta ofensiva la llamada “cultura okupa” que, como hemos visto, ofrece, sin
pretenderlo (se supone), una red de
guaridas a los del EI, sin ser molestados en ningún momento.
La otra cuestión que aterra es,
en parte, consecuencia de la anterior. La “célula” que ha acabado sus días
abatida o entre rejas estaba “limpia”. Sólo su imán había pasado por la cárcel,
condenado por tráfico de drogas, aunque una interpretación judicial de ésas que
ponen de manifiesto los agujeros de la Ley que tenemos, lo dejara en libertad
tras el cumplimiento de su pena que, al ser superior a un año, hasta entonces conllevaba,
automáticamente, la expulsión. Hemos sabido también que el Tribunal Supremo
absolvió, por defectos en la investigación policial, a éste y a otros
yihadistas que las fuerzas de seguridad consideraban peligrosos.
Algo falla en nuestro sistema de
protección ciudadana y en la Justicia española, cuya lentitud —es decir,
déficit de eficacia— es inveterada. Un destacado juez me daba la clave hace
poco. Me abrió los ojos, pero no seré yo quien dé facilidades a los perseguidores
de periodistas audaces. Lo cierto es que los españoles —y cualquiera que nos
visite o conviva pacíficamente con nosotros— no podemos vivir tranquilos
mientras los mecanismos de represión del delito presenten las fisuras que salen
a la luz cada vez que se produce un ataque a la paz social de esta magnitud.
Decía antes que Lepanto fue el
freno a la sed depredadora que los furiosos del Islam disfrazan con su
religión. En la iglesia de La Magdalena de Sevilla, donde aprendí a rezar en
innumerables misas con mi padre, me entretuve a menudo —cuando desconectaba por
no entender nada de lo que oía— en recorrer un fresco poblado de naves,
tempestades y cañonazos. El mural representa la batalla de Lepanto, y está
junto a la capilla del Sagrario. Y en las mismas Ramblas de Barcelona, así
llamadas porque evacuaban las aguas de los temporales hacia el mar en el que se
yergue Colón que hasta allí nos trajo a América, bajo los altos techos de las atarazanas,
una galera nos recuerda el mismo hecho que, según Cervantes, fuera “la más alta
ocasión que vieron los tiempos”. Es el navío desde el que Don Juan de Austria ordenaba
a los yihadistas dar la vuelta hacia Constantinopla.
Sí señor, muchas enseñanzas nos da este atentado, a las que nuestro articulista tan cumplidamente pasa revista con su agudeza habitual, dentro de la amplia visión histórica en la que enmarca sus análisis.
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