Al incorregible curioso, amén de experto archivero, Manuel Romero
Tallafigo
El genio de Chaplin nos sirvió
imágenes que explican la reticencia del cine mudo a incorporar el sonido, como
aquellas de las cadenas de montaje para fabricación en serie donde la vida se
reducía a una imitación de Sísifo apretando indefectiblemente, durante ocho horas
diarias, la misma tuerca que siempre era una distinta. El actor tragicómico
empleaba sus músculos —sobre todo faciales— para indicarnos con las piruetas y
su propia reacción autoperpleja que la vida era ya suficientemente compleja y
contradictoria pero que el hombre había sido capaz de darle la vuelta millones
y millones de veces a la tuerca de hacerla, además de inexplicable, socialmente
absurda.
Me lleva a concluir tan
enrevesada idea, que expongo venciendo el rubor que siento por saberla muy poco
original, la experiencia de tratar —es un decir, porque son intratables— con
las compañías telefónicas para intentar una huida imposible de los laberintos
en los que nos sumergen sus políticas comerciales insaciables. Y si en vez de
acudir a ellas por cualquier vía intento informarme acerca de los intríngulis
que rigen dichas estrategias, es peor, porque entonces la locura sube de grado
y todo se hace demencialmente incomprensible. No es ningún secreto que, bajo
esa capa de competencia, plagada de ofertas, subyace lo que en artículo
reciente denominaba “loca carrera del mercado”. Olvidé consignar que el modelo
alternativo, el socialista, es infinitamente peor, si es que en estos entresijos
es lícito hablar de proporciones sin fin; sería más respetuoso con la verdad
hacerlo de proyectos inacabados.
Para hacernos más
consuetudinarios, podemos bajar de escala, e intentar recorrer el camino que
nos ha llevado hasta una ratonera como la de las actuales tarifas
“telefónicas”, en las que lo de menos es hablar a distancia, hecho que ha
quedado barrido o atropellado por la velocidad de la luz que se mueve dentro de
la fibra óptica. Pero hagamos un esfuerzo por volver a poner los pies en la tierra,
como hacían las hermanas de Santa Teresa a petición suya agarrándole del hábito
cada vez que se les escapaba levitando en el coro. Lo que está pasando en el
momento de redactar no ya estas líneas sino esta línea en el panorama de las
telecomunicaciones patrias es ni más ni menos que la manipulación política de
nuestros más íntimos sentimientos, esos que ya vuelan a lomos del “wasap”, en
mi caso entre padres e hijos a decenas de miles de kilómetros de distancia. O
más aún, viéndonos y oyéndonos por “skype” y otras firmas que en su momento
hicieron posible el sueño futurista de nuestra juventud periclitada. Dije en
ese artículo ya citado que la vieja táctica capitalista de primero crear una
necesidad y después explotarla estaba a punto de consumarse de una forma que
nunca vieron los tiempos con el fin de la “neutralidad” (gratuidad) de Internet
en su propia casa cuna (USA). Pero a una altura más modesta e inmediata, lo que
tenemos encima en España es… chatatachán, tachán… la publicidad de RTVE. Sí,
verán, los que tenemos memoria selectiva archivamos algunos datos que intuimos
serán valiosos en el futuro para que no nos la den con queso. Es lo que me pasó
cuando Zapatero —¡Oh, el inefable diosecillo tridentino (de tridente, claro) Zetapé!—
eliminó la publicidad de la cadena pública nacional. A los cinéfilos nos hizo
un favor, últimamente amortizado por el PP que ha intercalado “bocados” e
incluso cortes de autopropaganda en las películas. Pero ¿lo hizo para beneficiar
al telespectador, suprimiendo los incómodos paquetes de spots? Eso no estaba al
alcance de la mente, más o menos perversa, del diosecillo. Lo hizo, como
algunos, pocos, advirtieron enseguida, para beneficiar a los dos grandes grupos
televisivos privados. ¿Y cómo compensó
las pérdidas? Cargando a las compañías telefónicas un canon por el uso de
frecuencias del espacio radioeléctrico para la red móvil.
No acabó ahí la maniobra. No
contento con ceder a las televisiones “libres” la parte de la tarta que hasta
entonces había aliviado ligeramente las finanzas de la televisión y la radio
gubernamentales, les otorgó nuevos canales para que se sirvieran de sus
franquicias y duplicaran las marcas. ¿Era para apoyar a las empresas de
televisión? No exactamente. Era el plan encaminado a copar todas las vías de
adoctrinamiento del “estado”.
El tinglado ha aguantado, a duras
penas, hasta que las grandes telecos han decidido —al unísono— subir las cuotas
unilateralmente y revistiéndolas de aumento de servicios no solicitados, como
la televisión por plataformas de Internet y de pago. Que es lo que sin duda le
ha sucedido a usted y también a mí. Es inútil que trate de frenar el exceso.
Hay que pagar el monopolio ideológico del Gobierno —sea del color que sea— y no
lo va a costear él, obviamente.
Retorno al planeta de los
filósofos, que, como sabían los clásicos, es el verdadero: Nos han creado una
necesidad, incluso afectiva, y ahora nos pasan una factura angustiosa para
cualquier economía modesta. ¿Quién renuncia ya a hablar con sus hijos,
viéndolos, o a ponerles un telegrama “gratuito” a cualquier hora y a cualquier
lugar del mundo? Las personas normales estábamos contentas con esa facultad. ¡Y
no queríamos más! Ni películas o series producidas por empresas en expansión ni
leches fritas, que diría un castizo. Pero en este mundo postmoderno lo que
importa no es lo que convenga a las personas normales, sino a los gobiernos,
que precisan de las empresas mediáticas porque necesitan los votos que éstas
mueven.
Algo parecido previó Henry Ford
cuando se le ocurrió diseñar el automóvil que podían comprar sus empleados, sus
propios charlots robotizados que, a cambio de atornillar eternamente la misma
pieza podían reunir el dinero suficiente, después de comer y dar estudios a sus
hijos, para disponer de un utilitario, el legendario T. Que también —cada día
soy menos integrista— ha contribuido a hacernos la vida más agradable, todo sea
dicho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario