Comprendo, porque lo comparto,
que todos necesitamos respiros, y que subrayar los desastres sólo sirve para
agrandarlos. ¿Sólo? Probablemente no. Aparte de ser una necesidad comunicativa
universal hablar de la verdad aunque duela, saber que alguien se rebela contra
el mal es en sí ya un bien. Durante las últimas semanas, los acontecimientos
parecen describir, al menos en España, la rúbrica de ese mal encarnado en la
figura de lo demoníaco. El odio se va enseñoreando de nuestras calles
imperceptiblemente, aflorando en purulentas erupciones que hoy se pueden “visualizar”
por Internet. Va a hacer un año que la televisión catalana sirvió el primer
gran trucaje manipulador de conciencias que ponía en marcha el “proces”. Consistía
en un viejo recurso tramposo: el zoom. Al término de la sesión que abría la
ruptura con España, llegado el momento de la votación, los diputados de
Ciudadanos y del PP se ausentaron para no tomar parte en la fechoría. Dejaron
los escaños vacíos y banderas de España y de Cataluña en su lugar. En ese
momento, y para ocultar el mundo entero lo que estaba pasando, TV3 dejó de
enfocar a los parlamentarios y cerró el plano en los límites justos de la
presidenta cuando ésta pedía que se emitiera el voto. Fue un interminable y
antitelevisivo busto parlante que escamoteó la realidad gráfica para la que
tuvimos que aguardar a que algún fotógrafo escapado del “pool” inmortalizara el
hecho de que la moción se había aprobado con los representantes de media
Cataluña fuera de la sala. Ahí empezó la disolución del estado, el desafío a la
Ley y el hundimiento de la soberanía nacional, ya para entonces muy tocada.
Las teorías que aprendimos los
periodistas en las facultades, empero, se van demostrando inservibles por
momentos. La nueva televisión la hacemos nosotros mismos (el receptor es el
medio) con nuestros móviles. Unos graban, otros transmiten y cada uno se monta
las imágenes y el sonido que creé le presenta más cabalmente los hechos, en
función de la credibilidad que le merezcan. Así, nadie puede aspirar como hasta
ahora a engañar impunemente siempre. Ha sucedido durante las últimas semanas
con varios episodios significativos de que el pistoletazo de salida de la
independencia republicana de Cataluña fue mucho más que eso. Me refiero a los
brutales comportamientos de taxistas, agresores de fronteras y saboteadores de
periódicos que hemos visto y oído en acción. Son tres evidencias de que el
estado de derecho se pulveriza en frentes fundamentales. Un energúmeno
esparciendo por el asfalto mazos de diarios que no eran suyos, aprovechando que
se le paga por repartirlos, y amenazando a quien le filma; una ristra de
bandidos invadiendo el territorio nacional y festejando que han derrotado a la
Guardia Civil, y los miembros de una mafia volcando un coche en un garaje porque
les molesta son ilustraciones de la barbarie que campa por sus respetos en un
país que vive su descomposición incivil.
Si uno profundiza y va a los
datos —es decir, a la lectura— es mucho peor: cuatrocientos menores
indocumentados se fugan de una residencia improvisada de la Junta de Andalucía,
cincuenta mil africanos han cambiado Libia por Marruecos como puente hacia
Europa tras el “efecto llamada” de Sánchez, cien coches destrozados (alguno con
impacto de bala), miles de agresiones en la huelga que colapsa las ciudades
españolas, quiosqueros extorsionados... Desde luego, uno piensa que, por higiene mental, no debe seguir
leyendo.
Pero para un informador estar
informado es algo más que un deber; es un vicio. Todavía no sé si merece la
pena, como un drogadicto no sabe si la merece cabalgar a lomos de la heroína. Lo
que sí sé es que algo muy grave está pasando ahí fuera y que alguien tiene que
contarlo para que otros puedan intentar interpretarlo, que, como todos sabemos,
es el primer paso para curarse.
Confieso que todo esto (por
ejemplo, ver y oír cómo una horda de bestias inmoviliza un coche en el que
viaja una familia y lo golpea sin piedad mientras el conductor les grita que
dentro hay una niña, para después emprenderla contra el padre de la criatura
que sale a defenderla) me ha producido, por primera vez en mi vida, una desazón
nueva que debe de ser parecida a la que siente un trapecista al descubrir
desgarros enormes en la red. Incluso en algún momento, haber sido testigo
telemático de estas escenas de caos en una gran ciudad (política es actividad
de la polis) sin ley ha cambiado mi conducta. Desde luego, ha agriado el resto
de confianza que me quedaba en que vivo en una nación fiable, segura y moderna
donde todos somos iguales ante la Ley y ésta protege a la gente de bien, que
sigue siendo mucha. De ahí mi indignación, simétrica a la del 15-M de la Puerta
del Sol. Ojalá los indignados de la otra orilla también encontremos a unos
políticos que transformen este sentimiento en amor a la justicia, al bien, a la
belleza de ese mundo comprendido entre Platón y Jesucristo.