Bar La Estrella, en la calle del
mismo nombre, establecimiento de hostelería sumamente esmerado, sin resultar
pedante, situado en la zona más alta de la Sevilla primitiva y llana. Ofrece
una suculenta cocina y un servicio inmejorable. Tal vez por eso está casi
siempre al completo. La clientela ayuda mucho a que sea un lugar agradable y
plácido: está compuesta en dos terceras partes por turistas extranjeros
silenciosos y detallistas y el resto por paisanos finos. Está decorado en dos
niveles nítidamente separados: el más bajo es un zócalo de azulejos, antiguos
unos reproducidos otros, que le dan un inconfundible sabor a comercio doméstico
sevillano. La segunda altura está poblada por una colección de fotografías
antiguas de la ciudad que siguen la tradición barroca local del “horror vacui”.
Las cabezas de toro que asoman de las paredes completan el exorno del local.
Aquella noche, mi mujer y yo nos
asomamos para ver si el azar nos deparaba una mesa libre. Atisbamos al fondo
una para dos. Ya sentado, y llevado por mi curiosidad fotográfica, me entretuve
en recorrer algunas de aquellas imágenes que formaban una galería de memoria
visual remota en el tiempo y próxima en su aparición ante mis ojos.
Fue un instante concreto.
Encaminaba esa mirada hacia los ojos del toro cuando los míos se detuvieron
como se golpea un clavo con fuerza para fijarlo de un solo martillazo. Ni un
músculo cambió de posición, si no fueran los del habla para decirle a mi
esposa, una y otra vez: “Me estoy quedando de piedra”. ¿Qué había captado mi
atención hasta tal extremo, de hacerme sentir una estatua? Allí, en una
esquina, exactamente frente a mis retinas, en el ángulo perfecto para que
aquellos personajes dirigieran en línea recta sus caras hacia mí, estaban algunos
de mis antepasados.
Yo había recorrido aquella
fotografía mil veces. La había ampliado en la pantalla como antaño se hacía con
el cuentahilos para comprobar la calidad del huecograbado. Era —es— una de esas
fotos animadas, “llenas de vida”, dijo al verla mi compañero Manuel Ferrand, que
la escaneó cuidadosamente. Procedía de una placa de cristal tirada allá por los
años iniciales del siglo XX. Podría precisar la fecha: el 26 de octubre de
1913. Aquel día, una muchacha de 26 años, Josefa Vera y Olaya, se casaba en la
parroquia de San Bartolomé de Sevilla con su tío viudo, José Pérez Basso, un
hombre singular a quien he dedicado un libro que espero me publique pronto el
Ayuntamiento de la ciudad con las doscientas fotos halladas, también inopinadamente,
en un álbum engrosado a lo largo de su vida por este personaje de cuento que
trabajó sin cuento hasta hacerse merecedor de una medalla del trabajo… en 1930.
Mi estupor no decayó fácilmente.
Mi mujer sintió algo parecido al girar la cabeza. Ella conocía también aquella
foto tan marcadamente cinematográfica. Y es que allí estaba la novia, sentada
en el columpio de un cobertizo, el día de la boda, y rodeada de la familia. De
mi familia. Los que posaban justo frente a mí eran mis abuelos, Julio y Lola.
El resto es como una pintura de Velázquez, equilibrada composición, luz justa,
ligeramente lateral, gama de grises repartidos como el cuadro de un ballet.
Todo se había “improvisado” excepto el trabajo del fotógrafo, que había puesto
a cada uno en su sitio, formando diagonales de mayores y más jóvenes, con una
niña, Trini, escoltando como dama de honor a la contrayente. Nadie ríe, no ha
lugar a las estridencias. Pero todos muestran esa alegría vaporosa de los sevillanos
antiguos. El “decorado” es de una casa de “la Ibérica”, en Nervión. Entonces
las bodas se festejaban con moderación casera y los matrimonios duraban toda
una vida (perdón, dos).
Esta foto fue incluida en un
serial del diario ABC de Sevilla, que aún no existía cuando se tomó. De ahí que
estuviera colgada en aquella pared frente a la que yo había ido a parar. Pero, ¿estaba aquella silla vacante para mí
aquella noche en aquel lugar por el que yo en otro tiempo pasaba cada día para
estudiar periodismo?
Olvidaba decir que el artista que
reveló primorosamente con sus manos aquella foto, realizada en una cámara de
cajón que él mismo se había fabricado, era mi bisabuelo Pepe, el novio. Por eso
él no sale, aunque está en el amor con el que fue hecha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario