Expresión ésta acuñada un no tan
lejano día por el entonces presidente del Gobierno, como secretario general que
era del Partido Socialista —tras varios intentos infructuosos de buscar un
sucesor duradero a Felipe González—, José Luis Rodríguez Zapatero. No recurrió
a ella en campaña electoral al inicio de su carrera hacia la Moncloa,
probablemente porque no se vio urgido a ello ya que por entonces ninguna
encuesta le presentaba como competidor para el delfín de Aznar. Pero aquellas
bombas que todo lo cambiaron a bordo de unos trenes en el corredor del Henares
transformaron las previsiones políticas del leonés y su percepción del arco
parlamentario. La suya y la de la generalidad de los españoles. Lo que hasta
entonces era centro pasó a ser, oficialmente, derecha, desplazando el fiel de
la balanza hacia la izquierda. Aunque en realidad, todo había empezado mucho
antes.
Y lo había hecho con esa
identificación subrepticia entre democracia e izquierda de estirpe marxista en
la que ha crecido mi generación, que es aquella del “Yo soy aquel negrito, del
África tropical…”. Como por ensalmo, pero mediante unas tácticas demagógicas de
eficacia irrefutable, la socialdemocracia logró en España lo que no había
podido en el resto de la Europa occidental: que todo el mundo asumiese,
subliminalmente, la “obligatoriedad” de sentirse igualitarista si realmente se
quería un futuro participativo. Se borraron las diferencias sociales, salvo,
claro está, la de los aparatos de los partidos, las nomenclaturas, esa clase
superior que debía gestionar —controlar— con su gran ojo la democracia.
Con ZP este proceso alcanzó su
paroxismo. Colocado en la Presidencia del Gobierno contra todo pronóstico y
casi por un tétrico azar (algo similar, aunque mucho más dramático que la
moción de censura de Sánchez), elevó la mitología dogmática del socialismo —lo
que podríamos llamar “monopolio de la licitud”— a categoría de unanimidad entre
los españoles, moviendo con más ahínco si cabe que hasta entonces el arco
parlamentario hacia el “fin natural” de éste: la extrema izquierda. Pero nadie
rechistó. El aborto pasó de ser una opción en tres supuestos (que nunca se habían
vigilado) a todo un derecho, aunque se introdujera como tal en la segunda
legislatura sin ir en el programa y aprovechando la mayoría absoluta. Por
cierto, que aún aguardamos el fallo del TC. Y de ahí hacia abajo, todo fue
coser y cantar para “normalizar” medidas que transformaron en pocos años la
percepción de los ciudadanos con respecto a “lo que debía ser la política”.
Como decía, al final y a medida
que la crisis mundial se cebaba con la vulnerable economía española, Zapatero
fue introduciendo en el léxico habitual de la ciudadanía la expresión “derecha
extrema”, y no la ubicaba fuera del arco parlamentario, sino en el partido de
la oposición. Ahora, esa “derecha extrema” se ha desgajado de aquella
oposición, en vista de la línea seguida una vez que el mencionado desbarajuste
financiero desterró, provisionalmente, al PSOE del poder nacional, y los
socialistas no han perdido un minuto en señalarla como encarnación de todos los
males. Saben que, ideológicamente, esa “derecha extrema”, ahora “extrema
derecha” según ellos, era, simplemente, la derecha antes de que ellos fueran
forjando la idea, excelentemente asentada en la población española, de que lo
“natural” es la izquierda. El fiel de la balanza ha basculado repentina y abruptamente
en Andalucía a posiciones más centradas hacia la derecha, y eso, con lo que de
ninguna forma contaba la izquierda, puede suponer el fracaso histórico del proyecto,
lento y paciente pero firme, que puso en marcha la izquierda europea ya desde
los estertores del mayo francés.
Asistimos, en cuestión de
semanas, a una extraña mutación del lenguaje: lo que las primeras crónicas
tachaban de “extrema derecha” con tintes nazifascistas, va siendo ya —casi
400.000 votos gravitan mucho— sólo “derecha radical” o meramente “derecha”, y
eso quiere decir algo. Es un movimiento de fondo lo que está en marcha, la
recuperación del libre albedrío, que brilla con luz propia frente al intento
inconfesable de arrasar a la persona y ocupar el lugar de la conciencia
personal con el peso laminador del estado omnipresente, aunque se disfrace de
autonomías. Y esto no es derecha extrema, sino la emergencia de respirar en un
país libre, convencido de ser responsabilidad confiada a cada uno de sus hijos.
Angel siempre es, además de diestro en el arte de escribir y diestro ideológicamente (en ambos casos, mucho mejor, sin duda, que ser siniestro), un perfecto conocedor de la realidad que le circunda. Da gusto leer sus reflexiones.
ResponderEliminarMuy certero el análisis de Angel en este artículo. La batalla ideológica y del lenguaje es fundamental. En esto la izquierda ha tenido grandes maestros, como Gramsci, que debiera conocer mejor la derecha. El combate político hoy para la izquierda pasa, más que por el frente socioeconómico, maltrecho desde el hundimiento de la utopía socialista soviética, como digo, pasa por el frente cultural, por la hegemonía en la superestructura ideológica. Esto lo ha descuidado totalmente la derecha. En este sentido el rajoyismo ha sido nefasto, no sólo no haciendo nada positivo, sino al contrario, aumentando los medios de comunicación de izquierda y extrema izquierda. Elementos fundamentales de esa hegemonía ideológica son los mass media y la Universidad, en grandísima parte un feudo de la izquierda.
ResponderEliminarPor eso es tan importante la producción de artículos como este de Angel y, otros tan interesantes publicados en su Blog, que ayudan --junto al placer de la lectura de su bella prosa literaria--, a esclarecer con su crítica el siempre complejo panorama de la sociedad en que vivimos.