Sucede algunas veces que el
destino le regala a uno, cuando menos se lo espera, momentos imborrables. Tal
me ha ocurrido, junto a un grupo no muy numeroso de sevillanos, durante el acto
de presentación de un libro que me atrevo a calificar de histórico en su doble
sentido: porque trata de una “biografía” que remonta sus orígenes hasta el
siglo XIII para llegar a nuestros días, y porque uno salió de allí con la
sensación de haber asistido a una cima irrepetible de la sabiduría verdadera.
El lugar ayudaba, y mucho. Estábamos convocados en el salón del Almirante del
Alcázar de Sevilla, uno de los monumentos más visitados, y con razón, de
nuestra patria. Era un día tempestuoso. La lluvia había dejado en el aire
trazas cernudianas. El palacio real habitado más antiguo de Europa ofrecía un
aspecto inaudito, con “pocos” turistas, casi ningún lugareño y una impregnación
de humedades tibias en los atauriques que desprendía cotidianeidad, como si Don
Pedro I de Castilla fuese a aparecer en el Salón de Embajadores de un momento a
otro.
Se presentaba un gran libro,
fruto del trabajo paciente y bien acabado, excelente como debiera corresponder
a cuanto hace la mediocre universidad de hoy en día, de alguien sencillo y
afable que esconde los quilates de su cerebro tras el brillo moral de su
modestia: Pablo Emilio Pérez-Mallaína, catedrático de Historia de América en
las aulas que fundara Maese Rodrigo Fernández de Santaella en pleno Medievo.
Medievales son también las Reales Atarazanas de Sevilla, el objeto del
espléndido estudio al que Mallaína ha consagrado miles de horas de su labor
investigadora.
No voy a replicar aquí —no soy
tan fatuo— cuanto ese precioso acto académico dio de sí. Presidido por el
alcalde y el rector, y tras la intervención del presentador, el catedrático de
la misma rama del saber Ramón María Serrera (autor también de un plantel
bibliográfico admirable), el profesor Pérez-Mallaína rindió un homenaje
documentado y sentimental a un edificio que calificó de “superviviente”. Los
astilleros de Sevilla fueron durante siglos la gran fábrica de galeras del Rey.
De ahí su valor universal que, siguiendo la ruta de paradojas con las que las
ciencias nos salpica cada dos por tres, sigue hoy siendo ignorado incluso por
los más altos especialistas internacionales. Inútil remedar al autor de la
monografía, que, para que nos hagamos una idea, cuenta con más de tres mil
notas agrupadas al final de un volumen de gran formato y profusamente
ilustrado, entre otras piezas por numerosas fotografías del propio redactor.
Conocí a Pablo Emilio Pérez-Mallaína, un ser humano entrañable volcado en el mundo de la navegación
histórica, que sabe de lo que habla y escribe entre otras cosas por haber
estado embarcado, al hacerle una de las 104 entrevistas que publiqué en ABC de
Sevilla a doble página sin cuestionario previo y con un tema común: Sevilla. El
recuerdo que me dejó aquella larga conversación, que conservo grabada, en su
pequeño rincón de la antigua Fábrica de Tabacos de Indias fue un sabor de boca
que todavía me dura: el de la grandeza de un hombre humilde que tendría motivos
más que sobrados para ir por la vida mirando por encima del hombro, como hacen
otros cátedros, compañeros suyos de grandilocuentes estancias situadas no muy
lejos de donde él trabaja.
Pérez-Mallaína fue responsable de
los contenidos del Pabellón de la Navegación en la Exposición Universal de
1992, uno de los pocos que visité y que me dejó gratísimamente impresionado.
Por cierto, que las proyecciones marítimas que acompañan al visitante de la
exposición “El viaje más largo”, montada en el Archivo de Indias vecino del
Alcázar me han recordado mucho a las de la Expo. Mallaína es un experto en
reproducir escenarios históricos perdidos en toda su crudeza natural para
zambullir al lector o al espectador curioso en las circunstancias en las que
vivieron nuestros antepasados. No hace mucho que le escuché una conferencia
ilustrada en la que, sin sentarse, nos llevó a un pequeño grupo de
privilegiados de la mano de su palabra para que repitiéramos, precisamente, la
expedición de Magallanes y Elcano, el viaje más largo hasta dar por primera vez
la vuelta al Globo.
En el acto del Real Alcázar, tan
vinculado a las Atarazanas que un mismo alcaide dirigía ambos (revelación que
nos expuso en el transcurso de la ceremonia), supimos de las edades y
vicisitudes por las que ha atravesado este inmueble del que salieron, por
ejemplo, las embarcaciones que se internaron en el Támesis incendiando
localidades ribereñas o aquellas otras naves que tutelaban el Estrecho,
entonces llamado de Sevilla, fundamental para poner en comunicación por mar a
Italia con Flandes. No sería ajena a ello la presencia de banqueros genoveses
en la entraña misma de Sevilla durante siglos, pues ellos financiaron proyectos
expansivos. Las galeras se construían con maderas de la sierra de Segura (ahí
sigue el almacén de maderas del Rey y la calle Segura que discurre ante él) que
venían flotando por el Guadalquivir desde Cazorla. O con las de la sierra norte
de Sevilla. Tal vez por eso abundaban oriundos de Cazalla o de Constantina
entre los pobladores de las Atarazanas, que debió ser un hormiguero de trasiego
fabril donde toda incomodidad, y aún penalidad, tenía su asiento. No en vano
allí dieron sus vidas prisioneros moriscos y esclavos africanos, mientras en el
inmediato Arenal se celebraban justas y torneos donde los nobles mataban su
tiempo. Otras paradojas, más sangrantes, de la Historia.
Hoy, las Atarazanas concentradas más antiguas
de Europa, que estuvieron en uso hasta que el Guadalquivir y su sedimentación
obligó a llevar a Cádiz la Casa de Contratación, son un monumento… a la
incuria. "Un superviviente". Así las definió Mallaína, que sabe mucho, también, de naufragios. Conservan su estructura de catedral, cuyo suelo se ha ido colmatando y
subiendo de nivel. Pero las bóvedas y ojivas de sus arcos son perfectamente
contemplables. Y elijo bien el término, porque hay algo de místico y mucho de
artístico en las naves que nos han quedado tras centurias de mutilaciones. Por
cierto, que cuando en 1945 (!) se derribaron los sectores que habían sido
aduana para construir en su lugar la actual Delegación de Hacienda apareció en
el subsuelo un “lago de mercurio”, el famoso “azogue” que se empleaba para la
elaboración de la plata (muy cerca estaba la Casa de la Moneda). Y, al parecer
algo debe de quedar porque, según el erudito, no han sido pocos los casos de
cáncer en el personal de aquellas dependencias, como si el fenecido caserón
quisiera vengarse de los humanos en cuerpos inocentes. Sevilla insólita, que
diría Morales Padrón.
Si pueden, compren y lean este
libro donde está buena parte de la Historia de Sevilla, que es como decir de la
Historia del mundo.