En vista de cuanto está
sucediendo en mi patria he decidido escribir del grafeno. Aquella dolencia de
la que dejé testimonio en este blog hace unos cuantos meses y que comprometió
mi vista me despertó un interés especial por el grafeno. El comportamiento humano
en general, al menos el que protagoniza los grandes resortes del poder, me
resulta cada día más aborrecible, de modo que me siento más atraído por los
llamados “nuevos materiales”. Si uno se fija, el progreso técnico de las
sociedades modernas está basado en el uso y abuso de este universo inexplorado
hasta nuestros días. La informática y todo lo que ella ha traído consigo —que es
casi cuanto constituye el mundo en el que nos movemos, en los dos hemisferios
tradicionales tecnológicamente hablando, el Occidente euroamericano de un lado
y el Oriente asiático por otro—está basada en el silicio. Que en realidad es
velocidad. Hemos caído en el error de confundir ambas cosas. Estar más
adelantados encierra las dos acepciones de la palabra: haber avanzado más en
descubrimientos e inventos y haber conseguido mayores marcas de rapidez a la
hora de vivir.
El valle de Santa Clara, así como
el cercano de San José, y la misma San Francisco, fueron bautizados por fray
Junípero. Hoy, la diosa técnica los ha reconvertido al paganismo llamándole a
la zona “Silicon Valley”, el valle de la Silicona o del silicio. Del cilicio al
silicio. Y todo porque allí se enclava una base militar, que, como siempre, ha
dado origen al desarrollo de programas de investigación que acaban inundando a
todo el mundo en virtud de las leyes del comercio capitalista. Y si no, que se
lo digan a los sucesores de Steve Jobs, gran gurú de la Bolsa merced a sus
conocimientos de electrónica aplicada a los ordenadores vía universidad de
cocheras y tiendas de componentes. Si quieren ampliar, les recomiendo el libro
de Walter Isaacson.
Toda esta historia, que es la de
nuestro tiempo y que no sabemos cómo terminará, porque las redes sociales
pueden dar al traste con todo (véase sentencia del caso “Arandina”) se ha
producido a lomos del silicio, que era un “nuevo material”, cuya novedad
natural es cero, porque se hallaba a nuestro alrededor desde que las rocas
dieron paso a la arena, proceso que toca las fibras del misterio vital acerca
de lo que somos y no somos que ya abordé en su día en estas mismas “páginas”.
El silicio, o el sílice, es la base y corazón de los procesadores, el ábaco en
el que se mueven las operaciones matemáticas más pobres que se puedan imaginar,
porque oscilan entre el uno y el cero, pero también los algoritmos más
complejos existentes. Y todo, ¿a partir de qué? De la velocidad. En realidad,
el mecanismo de la informática es desconcertantemente simple. Lo que la
convierte en la clave para entender la civilización —o no— digital es la unidad
de tiempo a la que permite encaramarse el silicio, que es el mineral en el que
la electricidad se conduce más velozmente. O algo así, para que nadie me acuse
de entrometerme en terrenos que no son los míos.
Pero al silicio puede destronarle
el grafeno, que todavía tiene unas propiedades más ambiciosas. Como el silicio,
es de una eficacia que sólo la ciencia ficción es capaz de
comprender. Es decir, los superordenadores que controlan los superrobots. La
inteligencia artificial, para resumir. De ella hablé recientemente, y es que,
hoy por hoy y probablemente mañana por mañana, es lo que rige el Orbe. Al menos
en primera instancia.
El grafeno se encuentra sobre
todo en África, lo cual nos aboca a una paradoja histórica y colosal que me
temo derive en los grandes conflictos del siglo XXI. Mientras nativos de aquellas
tierras se juegan y a menudo pierden la vida para entrar en nuestras calles,
nosotros vamos a necesitar su “nuevo material” de aquí a poco. Aludía antes a
mis ojos en relación con el grafeno. Y es que, para que ustedes se hagan una idea,
este material es el único con el que se están experimentando retinas
artificiales y la construcción de otros tejidos humanos formados por neuronas,
que, como se sabe, son las únicas células de nuestro cuerpo que la ciencia
todavía no ha conseguido regenerar o clonar. De ahí la gravedad de las lesiones
y mutaciones neurológicas. Pues bien, el grafeno parece que sí puede lograrlo.
O mejor dicho, el talento humano empleado en manejar este fruto inerte del
medio. Para que la ceguera pasase a ser algo menos que un mal recuerdo,
faltaría aún que el grafeno, o cualquier pariente cercano de la Creación,
permitiera recomponer el nervio óptico, o la parte cerebral donde realmente “vemos”.
Éste es un campo más, bien que muy importante para todos —cierren los ojos y
prueben a vivir cinco minutos sin ellos— de los que forman la cara oculta de la
Luna… hasta ahora. Esperemos que los gobiernos dejen de acariciar sus pequeñeces
más o menos inconfesables y encuentren tiempo y lugar para ayudar a que los astronautas
de estos viajes a una vida mejor puedan dar sus pasos de gigante para la
Humanidad.
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