Nos han suministrado durante décadas una visión bucólica e
idealizada de la corte nazarí de Granada, y en general de las culturas
islámicas. El embrujo incuestionable de la Alhambra y sus alrededores parecía incompatible
con cualquier perversidad que pudiera contaminarlos. Como si no hubieran pasado
dos siglos desde que los viajeros románticos troquelaran una impronta de
Andalucía recién salida del horno de las Mil y Una Noches. Esta imagen se
resquebrajó a partir del atentado de las Torres Gemelas y las ofensivas bélicas
subsiguientes del gigante herido. Hasta entonces, un Occidente complaciente con
las monarquías medievales del Oriente asentado sobre inmensas bolsas de
hidrocarburos no había desvelado la cara tétrica de aquel feudalismo anacrónico.
A buen seguro, los filomusulmanes cegados por todo este encanto exótico han
modificado algunos de sus postulados dogmatizantes en torno la superioridad del
Islam sobre el Cristianismo.
Recuerdo a un célebre escritor manchego que blasona de
andaluz aunque vive en Barcelona poner como chupa de dómine a Isabel la Católica en un acto
público en el que compartió media hora de gloria literaria con una afamada
presentadora de televisión que sigue en la cresta de la ola. Poco antes, este
literato de masas había publicado una de las más encomiásticas novelas rosas sobre
esa Granada mora sublimada que tanto ha conmovido a las izquierdas en
permanente revuelta morisca de las Alpujarras.
Acabo de ver una película de palpitante actualidad que me ha
impresionado y que muestra descarnadamente otra de esas realidades que la senil
Europa no quiere ver: la esclavitud sexual practicada por bandas mafiosas del
Este descompuesto, armadas como ejércitos y financiadas desde lejos por sus
clientes: jeques árabes que les encargan el secuestro de niñas en países libres
para incorporarlas a su harén. Preferiblemente, rubias, vírgenes y muy jóvenes.
Y si son norteamericanas o al menos anglosajonas, mejor. El caudal de dinero
obviamente negro que mueve este negocio sólo es comparable con el del narcotráfico,
la compraventa de armas o el terrorismo, aunque estamos hablando de
organizaciones que actúan indistintamente en cada uno de esos campos. Y todo
eso hoy, en este mismo instante. ¿Hasta qué punto las desapariciones de
jovencitas —también de varones— de las que algunos programas han podido llenar
meses de emisiones está relacionado con esto? Prefiero no pensarlo.
Titulaba este artículo “La otra Isabel”. Y es que ha coincidido
la visión de esa película con la lectura de un pasaje histórico del que poco se
sabe pero que, como tantas otras veces, cambió el curso de lo que hemos llegado
a ser. Al mismo tiempo que Isabel la Católica se esforzaba por convencer a su marido
de que debía dejar aparcados los problemas de la Corona de Aragón (Navarra,
Francia, incluso Italia) para dar prioridad absoluta a la reconquista de
Granada y hacer así honor a su condición de Reyes Católicos, otra Isabel,
bastante más joven, casi una niña que aún llevaba trenzas, rubias como ella,
era secuestrada en una de las razzias que las tropas del emir granadino
realizaban por los campos de Córdoba. Isabel de Solís, que así era su apellido,
fue “convertida” y recibió el nombre de Soraya. Cuando el rey de Granada,
Abu-l-Hassan ´Alí (Muley Hacén para los cristianos), la vio, fue tal su
embeleso que la convirtió en su “primera dama” (algunos dirían su favorita), y
postergó a Fátima, su legítima esposa, viuda de Muhammad XI y de quien había
recibido en realidad su poder, pese a haber derrocado a su propio padre para
conseguirlo.
Fátima nunca perdonó a Muley Hacén, y los granadinos
tampoco. Al fin y al cabo, Soraya era una cristiana renegada. Y aquí empieza el
gran giro por el que la suerte toda del mundo a partir de mediados del siglo XV
pende de una historia de amor (?), de capricho y de pedofilia entre el
penúltimo rey moro de Granada y una muchacha cristiana que le cautivó. Fátima
era la madre de Boabdil, el que andando el tiempo entregaría las llaves de
Granada entre sollozos, e inculcó en él la traición a un emir que había hecho a
una enemiga del Islam reina de facto de la Alhambra. Los acontecimientos
se precipitarían de tal modo que esa otra Isabel, hoy perdida entre tantas crónicas como se han escrito de
aquellos días privilegiados, esa niña de trenzas rubias raptada para solaz del
último reyezuelo mahometano de Europa, fuera la llave de una anexión que volvía
a cerrar para la Cruz
un mapa visigodo roto por la irrupción de Tariq y sus expedicionarios, ocho
siglos atrás.
Isabel la
Católica está ahora de actualidad —puede que para muchos por
primera vez— tras el exitoso serial televisivo. Bien podría pensar alguien en
hacer al menos una película en rescate y homenaje de esa otra Isabel, o Soraya,
que dividió a los granadinos y con ello debilitó sus fuerzas abriendo así para
su homónima la cuesta de Vivarrambla. Y de ahí, a un nuevo continente. Pero esa
es otra historia.
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