miércoles, 22 de julio de 2015

EL "OVILLO PENAL" DE LA LOCURA

Fueron los socialistas, con la habitual ayuda de los comunistas, los que llevaron a cabo la que llamaron "reforma psiquiátrica", que en realidad no era sino un eslabón más en la cadena demoledora que programaron para hacer creer que ellos, cual nuevos adanes, traían la utopía. Lo único que trajeron fue el "salto a la tapia", construyendo todo un imaginario colectivo que asociaba en el subconsciente social la idea de manicomio con la idea de franquismo. A nadie se le oculta que la situación de los hospitales psiquiátricos en 1979 en España dejaba mucho que desear. Se amontonaban enfermos con las más diversas y distantes patologías, sin una atención digna, bien fuera por falta de medios o de ganas de hacerles la vida más llevadera. ¿La solución? Como en la "mili", no consistía en borrar del mapa lo que funcionaba mal. Pero arreglar las cosas era complicado, caro y perfectamente inútil para el fin que se perseguía, que no era otro sino convencer al pueblo de que todo eso eran lastres del pasado y que ellos —la "alternativa de gobierno", ¿recuerdan?— eran los inventores de un mundo insuperable.
Se cerraron los psiquiátricos. Pero los enfermos mentales seguían ahí, muchos en la calle, los más en las casas… ¿de quién? ¿De los promotores de la "reforma" —más bien ruptura, o si se quiere interrupción voluntaria? No, claro. En casa de sus familias. Muchos apenas tenían familiares, lo que significa que el peso insoportable de la enfermedad caía sobre muy pocos hombros —generalmente, sobre dos. Los modelos patriarcales de grandes familias en las que se repartían los esfuerzos habían ido pasando a la historia, entre las fauces de la modernidad. Hijos —muchos únicos— sobrinos, hermanos, padres (incapaces de domeñar la fuerza física de los hijos que iba creciendo a medida que la suya iba menguando y asaeteados por el dolor de verlos enloquecer sin un control médico apropiado) fueron heredando los frutos amargos de las vanguardias intelectuales y políticas que nos llegaban de "los países del entorno", aunque en realidad venían, junto a otras importaciones perversas y ya fracasadas, de las grandes urbes useñas.
Así hemos estado más de treinta años, toda una generación de gentes que han ido calándose hasta los huesos de la humedad demencial. Gentes que podían haber sido felices si la Administración social-comunista no hubiera echado sobre sus espaldas la piedra de Sísifo de la locura que iba minando la vida de sus seres queridos y las suyas propias. Todo empezó en las primera elecciones municipales de la democracia, porque los psiquiátricos dependían de las diputaciones. Allí comenzó su carrera política el alcalde de las setas, como diputado de Sanidad, vaciando Miraflores y endosándoles a personas que a duras penas salían adelante (aquellos duros años setenta) la inmerecida pena de cautiverio al tener a un pariente enloquecido o enloqueciendo en casa.
Encima, les hicieron responsables. Era el sumum de la desfachatez y del abuso de poder. Esos cientos de familiares no sólo fueron escogidos por el destino con el peor de los infortunios —porque arruina sus vidas y tortura sus sentimientos— sino que se les buscó como culpables de los desaguisados que cometieran los "internos". El reciente incidente de la residencia zaragozana en la que una orate ha matado a ocho ancianos al prender fuego a su colchón ha puesto sobre la mesa lo que ya se llama "ovillo penal". Se busca responsable: ¿la residencia?, ¿el hijo?, ¿la Administración? Ah, no. La Administración no. Cualquiera menos las autoridades.
El vacío jurídico es tal que, en palabras de un juez amigo, "el trastorno mental y sus consecuencias no tienen encaje en el Derecho Penal español. Sólo permite actuar cuando existe un delito de sangre". Es decir, cuando ya es tarde y a las víctimas incruentas del día a día hay que añadir un cadáver. Sólo la comisión de un crimen manifiesto mueve los resortes. Ésa es la ley que hicieron los amos del pensamiento único y cuya modificación ningún candidato, ni antiguo ni nuevo, promete acometer.
Y como todo marco legal animado por la demagogia (en verdad, por el "quítate tú para que me ponga yo"), es de quimérico cumplimiento. El caos al que se ha llegado se traduce en un río de sufrimiento cuyo caudal crece sobre todo en días de calor sofocante. Las víctimas son, como siempre, anónimas hasta que hay sangre. Porque la tragedia no es flor de un día. Se ha ido cultivando lenta y calladamente en los hogares, creando un océano desconocido que debemos al afán de dominio de unos pocos y al engaño de muchos. Como en el aborto, como en las víctimas del terrorismo, como en el abandono de los ancianos… ojos (léase telediarios) que no ven, ignorancia total y condena de silencio democrático.

Esta es la verdad sobre el caso "reforma psiquiátrica". El Estado, a través de sus resortes locales y con el aval de su poder legislador, ha desmontado un mal sistema para sustituirlo por nada, por la anarquía que se ceba con los inocentes. La coartada es el seguimiento médico. Aunque quisiera —no lo sé— el Leviatán es tan torpe y fósil en sus movimientos que se revela absolutamente incapaz de compensar los efectos perniciosos que ha creado con sus ínfulas innovadoras y aún revolucionarias. No controla a los enfermos mentales que han mostrado indicios de peligrosidad social; mucho menos socorre adecuadamente a los familiares impotentes ante un problema que les devora. No sé por qué todavía no ha habido reclamaciones y asociaciones de familiares que utilicen los cauces judiciales para exigir dinero a la Administración, única vía efectiva para la defensa de los derechos que nos van quedando. Tal vez cuando les llovieran las sentencias indemnizatorias, los dogmas del progreso y sus flagrantes injusticias empezaran a flaquear.

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