Fueron los socialistas, con la habitual ayuda de los
comunistas, los que llevaron a cabo la que llamaron "reforma
psiquiátrica", que en realidad no era sino un eslabón más en la cadena
demoledora que programaron para hacer creer que ellos, cual nuevos adanes, traían
la utopía. Lo único que trajeron fue el "salto a la tapia",
construyendo todo un imaginario colectivo que asociaba en el subconsciente
social la idea de manicomio con la idea de franquismo. A nadie se le oculta que
la situación de los hospitales psiquiátricos en 1979 en España dejaba mucho que
desear. Se amontonaban enfermos con las más diversas y distantes patologías,
sin una atención digna, bien fuera por falta de medios o de ganas de hacerles
la vida más llevadera. ¿La solución? Como en la "mili", no consistía
en borrar del mapa lo que funcionaba mal. Pero arreglar las cosas era
complicado, caro y perfectamente inútil para el fin que se perseguía, que no
era otro sino convencer al pueblo de que todo eso eran lastres del pasado y que
ellos —la "alternativa de gobierno", ¿recuerdan?— eran los inventores
de un mundo insuperable.
Se cerraron los psiquiátricos. Pero los enfermos mentales
seguían ahí, muchos en la calle, los más en las casas… ¿de quién? ¿De los
promotores de la "reforma" —más bien ruptura, o si se quiere
interrupción voluntaria? No, claro. En casa de sus familias. Muchos apenas
tenían familiares, lo que significa que el peso insoportable de la enfermedad
caía sobre muy pocos hombros —generalmente, sobre dos. Los modelos patriarcales
de grandes familias en las que se repartían los esfuerzos habían ido pasando a
la historia, entre las fauces de la modernidad. Hijos —muchos únicos— sobrinos,
hermanos, padres (incapaces de domeñar la fuerza física de los hijos que iba
creciendo a medida que la suya iba menguando y asaeteados por el dolor de
verlos enloquecer sin un control médico apropiado) fueron heredando los frutos
amargos de las vanguardias intelectuales y políticas que nos llegaban de
"los países del entorno", aunque en realidad venían, junto a otras
importaciones perversas y ya fracasadas, de las grandes urbes useñas.
Así hemos estado más de treinta años, toda una generación de
gentes que han ido calándose hasta los huesos de la humedad demencial. Gentes que
podían haber sido felices si la Administración social-comunista no hubiera
echado sobre sus espaldas la piedra de Sísifo de la locura que iba minando la
vida de sus seres queridos y las suyas propias. Todo empezó en las primera
elecciones municipales de la democracia, porque los psiquiátricos dependían de
las diputaciones. Allí comenzó su carrera política el alcalde de las setas,
como diputado de Sanidad, vaciando Miraflores y endosándoles a personas que a
duras penas salían adelante (aquellos duros años setenta) la inmerecida pena de
cautiverio al tener a un pariente enloquecido o enloqueciendo en casa.
Encima, les hicieron responsables. Era el sumum de la desfachatez y del abuso de
poder. Esos cientos de familiares no sólo fueron escogidos por el destino con
el peor de los infortunios —porque arruina sus vidas y tortura sus sentimientos—
sino que se les buscó como culpables de los desaguisados que cometieran los
"internos". El reciente incidente de la residencia zaragozana en la
que una orate ha matado a ocho ancianos al prender fuego a su colchón ha puesto
sobre la mesa lo que ya se llama "ovillo penal". Se busca
responsable: ¿la residencia?, ¿el hijo?, ¿la Administración? Ah, no. La
Administración no. Cualquiera menos las autoridades.
El vacío jurídico es tal que, en palabras de un juez amigo,
"el trastorno mental y sus consecuencias no tienen encaje en el Derecho
Penal español. Sólo permite actuar cuando existe un delito de sangre". Es
decir, cuando ya es tarde y a las víctimas incruentas del día a día hay que
añadir un cadáver. Sólo la comisión de un crimen manifiesto mueve los resortes.
Ésa es la ley que hicieron los amos del pensamiento único y cuya modificación
ningún candidato, ni antiguo ni nuevo, promete acometer.
Y como todo marco legal animado por la demagogia (en verdad,
por el "quítate tú para que me ponga yo"), es de quimérico
cumplimiento. El caos al que se ha llegado se traduce en un río de sufrimiento
cuyo caudal crece sobre todo en días de calor sofocante. Las víctimas son, como
siempre, anónimas hasta que hay sangre. Porque la tragedia no es flor de un
día. Se ha ido cultivando lenta y calladamente en los hogares, creando un
océano desconocido que debemos al afán de dominio de unos pocos y al engaño de
muchos. Como en el aborto, como en las víctimas del terrorismo, como en el
abandono de los ancianos… ojos (léase telediarios) que no ven, ignorancia total
y condena de silencio democrático.
Esta es la verdad sobre el caso "reforma
psiquiátrica". El Estado, a través de sus resortes locales y con el aval
de su poder legislador, ha desmontado un mal sistema para sustituirlo por nada,
por la anarquía que se ceba con los inocentes. La coartada es el seguimiento
médico. Aunque quisiera —no lo sé— el Leviatán es tan torpe y fósil en sus
movimientos que se revela absolutamente incapaz de compensar los efectos
perniciosos que ha creado con sus ínfulas innovadoras y aún revolucionarias. No
controla a los enfermos mentales que han mostrado indicios de peligrosidad
social; mucho menos socorre adecuadamente a los familiares impotentes ante un
problema que les devora. No sé por qué todavía no ha habido reclamaciones y
asociaciones de familiares que utilicen los cauces judiciales para exigir dinero
a la Administración, única vía efectiva para la defensa de los derechos que nos
van quedando. Tal vez cuando les llovieran las sentencias indemnizatorias, los
dogmas del progreso y sus flagrantes injusticias empezaran a flaquear.
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