Si yo hubiera sido un niño de la guerra, si supiera cómo
suenan a muy corta distancia de los tímpanos el silbido de las bombas antes de
estallar, si me hubiera visto obligado a gritar "¡Franco, Franco,
Franco!" sin saber ni importarme quién fuera ese señor, a buen seguro
habría crecido con una deuda pendiente en los tendones de los puños. La
represión engendra rebeldía, y la adhesión inquebrantable una rabia indomable.
Pero no fui un niño de la guerra, ni tuve que buscar otra pared
para chutar porque en la mejor habían puesto una silueta a plantilla del
Caudillo. Nadie me obligó a nada, por la sencilla razón de que las bombas hacía
muchos años que no silbaban a nuestro lado. A cambio, se elevaban bloques de
pisos sociales que después serían ridiculizados por quienes nunca hicieron
sacrificio alguno por los demás. Las pocas veces que canté el Cara al Sol —ante
la misma Casa Consistorial donde acabo de ver alzada la bandera asexuada— fue
libremente, sin que nadie me lo impusiera. Me salvó la vida de una hernia
quebrada a las pocas semanas de nacido una cirujana que decidió operar sobre la
marcha un domingo en el mismo hospital donde yacieran tres siglos antes los
sentenciados por la peste. Y aquí estoy, dando guerra, como manda mi apellido
materno.
No fui un niño de la guerra ni de la posguerra. Ni de las
cartillas de racionamiento. Ni de los corrales de vecinos. Ni de la
tuberculosis. Ni de los perros rabiosos. Ni de las algarrobas de los caballos.
Fui un niño del "baby boom", de los premios a la natalidad, de la
televisión, de los maravillosos festivales de Eurovisión sin mujeres barbudas.
Fui un niño del Bachillerato de seis cursos con dos reválidas y COU. Hice la
carrera en el Talgo. Me alojé en pensiones de mala muerte para examinarme en la
capital de España a 40 grados con apuntes y libros ininteligibles.Y no me morí,
sino que me licencié. Pero es que entonces en Andalucía sólo había tres
universidades, no diez como ahora.
Y sobre todo, amigos, no guardo rencor. Ahora, gente de mi
edad, algunos mucho más jóvenes, andan desenterrando hachas de guerra para
emplearlas en cortarles la cabellera a personas que levantaron este país de las
ruinas en las que les habían dejado quienes para ellos son modelos morales.
Unos años más de Fermín Salvochea y Cádiz sería ahora una aldehuela de
mariscadores faenando para la Nomenklatura. Un mes más de Frente Popular y las
purgas hubieran durado hasta la caída del muro, o tal vez hasta hoy, como en
Cuba.
Nadie ha conseguido nunca imponerme nada, de tejas para
abajo. Si quieres que piense algo ordéname que piense lo contrario. Si esperas
de mí el aplauso a la consigna tendrás ante tí un pasmarote congelado. Si le
quitas una calle a alguien despertarás en mí la admiración hacia ese tipo al
tiempo que una curiosidad imparable por conocerle más a fondo.
Es lo que están haciendo en Madrid con 256 calles, nada
menos. Tengo tarea. A partir de hoy, ése será el índice de los personajes que
más me interesarán, y no cejaré hasta conocerlos en profundidad, con sus luces
y sus sombras. Si yo fuera un niño de la guerra y los vencedores me hubieran
prohibido leer —pongamos por caso— a Rafael Alberti, yo me hubiera bebido sus
obras completas y clandestinas, no tanto para disfrutarlas como para
defenderlas.
Así que esa panda de indocumentados y algo más que pretende
borrar los cuarenta años más constructivos de la Historia de España lo tiene
claro conmigo. Acaban de ampliar mi lista de lecturas obligadas con 256
nombres. Y al rector que echó a la basura un montón de dinero público con la
biblioteca del Prado, y que hoy es consejero de la Junta de Andalucía, le digo:
podrá picar el escudo pétreo con el águila de San Juan bajo el que estudiaron
generaciones de universitarios (entre ellos, probablemente usted, porque era la
puerta de Ciencias), pero no podrá borrar lo que ese escudo significa desde que
lo acuñaran los Reyes Católicos. Y me dan ganas de añadir algo sobre la cultura
de los picapedreros, pero eso sería perder el tiempo.
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