A menudo, la Naturaleza imita al arte, que en nuestro tiempo
es por antonomasia el séptimo. Acaba de ocurrir de nuevo, muy cerca de
nosotros, en los cielos andaluces elegidos por el destino para dar cobijo a un
alma separada del cuerpo a tres mil pies de altitud. Una imaginación ardorosa
puede poner imágenes fácilmente a la escena: un hombre y una mujer (homenaje a
Lelouch) acaban de desayunar en pleno delta del Guadalquivir, rodeados de estero
tartesio. Hasta allí arribaron en una aeronave ligera como el viento, hecha
para sentir en la piel y los oídos la caricia del azul sobre las alas. Es un
aparato casi etéreo, perfecto para que una pareja madura beba los aires
mientras goza de sus miradas. Ya lo dijo el otro: amar no es mirarse el uno al
otro, sino mirar dos juntos hacia delante.
Retornan al punto de partida de este fin de semana estival,
a orillas del río de la vida, río grande andaluz que desemboca en América. El
mismo curso luminoso y acuático que han seguido hasta llegar al estuario del
Atlántico les conduce de nuevo a casa, río arriba, como hacían los esturiones
antaño para desovar caviar en aguas más frías y que la descendencia se
conservase mejor. Una presa acabó con la fauna y con la exquisita industria. Él
se lo va contando a ella. Los alardes íntimos de erudición, con tal de no
estomagar, han engrasado siempre el amor.
De repente, la misma cabeza que le cuenta historias
fluviales que ya son Historia, la que tantas veces ha amado, expresado, besado,
volcado el agua de la vida como los surtidores romanos con máscaras
intrigantes, cae como un resorte golpeando los mandos. Un grito se funde con el
graznido de las aves, en tanto el artefacto ultraligero pierde el control,
dando grandes bandazos en el aire. Un nombre vociferado queda como una estela
flotando en los confines de la marisma. ¿O ha pasado ya la gran ciudad bajo los
pies? Ella no lo sabe. No sabe nada. Sólo que su hombre ha muerto sin avisar.
¿Qué piensa en ese momento una mujer? ¿A qué se aferra? La película no puede mostrar
tanto, pero sí sugerir. Que sea el espectador quien ponga su pensamiento a
cien. El cine sólo maneja emociones.
Un buen guionista haría maravillas a continuación. Y un buen
director no digamos. Haría falta, desde luego, una actriz genial, que no sobreactuase
ni se quedase corta, con ese sentido del equilibrio dramático que teje los
momentos estelares del celuloide (bueno, vale, hoy del digital). La peripecia
está servida. Incluso el cine de catástrofes. No es una producción de gran
presupuesto. Los efectos del ordenador hacen milagros. A partir de este
momento, lo que era un episodio de pasión cincuentona y placer entre nubes se
convierte —como en los grandes filmes de Hollywood— en un reportaje trepidante
de superación, en una historia heroica con final agridulce: un aeropuerto
internacional cerrado para que esta mujer sola junto al cadáver de su marido
pueda tomar tierra, vuelos regulares desviados, otros aficionados y amigos
movilizándose en vuelo para escoltarle, la torre en contacto por radio con ella,
instrucciones técnicas, ella que intenta recordar cómo lo hacía el piloto que
yace a su lado, la desesperación entrelazada con el aplomo femenino, la causa
común que en las emergencias devuelve la fe en el género humano, el in
crescendo de la tensión, por cada problema resuelto una nueva dificultad aún
mayor que las anteriores. Enderezar el rumbo, administrar el combustible, no
mirar al compañero, mantener la mente mínimamente despejada, domeñar un
sentimiento implacable: la muerte del ser amado, y la inminencia de la propia…
Un helicóptero detestado, el que multa al tráfico desde el
aire, se pone también al servicio de la operación de rescate. En él viajan el
piloto y un cabo de la Benemérita. Puestos a redoblar el suspense, se podría
averiar la radio. Ella tiene que buscar sola la pista del aeródromo y llevar a
cabo la letal maniobra. La tripulación del autogiro ve que está errando la
ruta: se dirige hacia un camino rural de un naranjal cercano. Comprende que se
avecina un final trágico.
Y sucede. La avioneta se estrella al intentar entrar en
aquel sendero terrizo. El guardia no lo piensa dos veces. Ordena al piloto que
se acerque todo lo que pueda a tierra. Cuando se encuentra a unos metros del
suelo, el cabo salta y se arroja a un claro entre la arboleda. Su vida, su
oficio, es ése, saltar sobre los problemas sin calcular los riesgos para sí
mismo. Se ha hecho daño en un pie, pero corre cojeando hacia la nave
siniestrada. Ha estado escuchándolo todo por el canal compartido. Se ha
familiarizado con esa voz y comprende tan bien lo que aquella mujer ha vencido
que no contempla siquiera la posibilidad de abandonarla a su suerte en ese
trance último de la aventura. Sabe que el ultraligero va a explotar en
cualquier momento. Sólo tiene que correr. Y lo hace.
Se introduce en el amasijo de materiales. Afortunadamente,
hay muy pocos con dureza. No reflexiona. Sólo actúa. Es la consecuencia
ineluctable de una cartilla que lleva en su portada la firma del Duque de
Ahumada y que conoce al dedillo. Se echa sobre los hombros el cuerpo malherido
de la mujer, que está inconsciente. Es como la figura del Buen Pastor, que
tantas veces vio en la iglesia de su pueblo. Y corre, corre, corre hasta
reventar. La explosión le coge corriendo. Ambos caen al suelo. Se aproximan los
auxilios. La banda sonora podría ser la radio con el canal en el que han
confluido decenas de voluntarios y profesionales unidos por el firme anhelo, el
desafío común, de salvar la vida de una mujer sobrehumana.
El epílogo está cantado: hospital, ella en la cama con los
pies vendados y en alto, la cara llena de magulladuras. Pero viva. Se abre la
puerta (sólo se oye). Ella sonríe. En la mesilla, un retrato de su esposo. Y
muchas flores. Está acompañada por amigos comunes. En la habitación aparece el
guardia civil en silla de ruedas, empujado por el piloto del helicóptero. Lo
demás es un diálogo. Tiene que ser bueno. La historia es insuperable.
Y algo esencial: un rótulo con voz, que cuente sucintamente
la suerte y el nombre de esta mujer y su salvador, así como la rutina de tanta
gente como colaboró en la operación. Y dedique la película al marido del que
había aprendido a volar. Ya al principio se advirtió que estaba basada en
hechos reales.
Ojalá los títulos llevaran la firma de una producción
andaluza, aunque los sueños sueños son.
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