Acabo e ver —con mucho retraso porque suelo esperar a la
televisión— la película "The artist". Hacía mucho tiempo que no
disfrutaba tanto con tan poco. Más que una producción cinematográfica es un
acto de cine, una lección de cómo con poco dinero y aún más austero despliegue
de recursos expresivos se pueden alcanzar cimas interpretativas delatoras de
una excelente dirección, que a menudo es la más imperceptible.
No voy a hacer un esbozo crítico de este regalo del cine
francés, que tantos otros nos ha hecho sin ser notado. La alegoría de un
Hollywood vanidoso muy lejano al país de origen, la denuncia del orgullo como
fuente de casi todos los conflictos —en este caso destructivo hasta el extremo—
y esas palabras del director y guionista confesando que "me desalenté
muchas veces antes de poder hacerla, pero cuando me pasaba volvía a ver mis dos
películas favoritas, "Amanecer" y "Luces de la ciudad",
hacen innecesarias las glosas, lo mismo que el protagonista se obstinó hasta el
final en defender el cine escueto y mudo por creer absurdamente inútil el
sonido enlatado.
Le debemos mucho al cine sonoro. Y le debemos todavía más al
mudo. Hay una reflexión en torno a la fatuidad del falso progresismo que en
cierto modo es el eje de la película y que es lo que quiero traer a colación.
¿Recuerdan? Ella —una actriz que borda su papel con la frescura más
inconmensurable que recuerdo— acude a una cita de café con dos periodistas
amanerados que manejan un primitivo magnetófono. Sabe lo que va a decir, lo que
aquellos dos gacetilleros de espectáculos micrófono en ristre y sus oyentes
quieren escuchar. Todo el mundo desea la novedad, aunque esté vacía. En
realidad, la gente es muy infeliz con lo que tiene; no sabe lo que quiere;
cuando alguien le agita el señuelo del cambio, se van tras él. O tras ella si
además hay unas piernas bonitas de por medio.
Y efectivamente, ella —una chica anónima que salta a las
portadas de los periódicos tras un choque accidental de su culo con el mito
masculino del cine mudo— pronuncia una impecable homilía de futuro: "Les
digo a los anticuados: abrid paso a los jóvenes. Son otros tiempos. Salid de
escena". Y ríe. Ríe mucho. Sabe que su dentadura, al igual que sus
caderas, seducen en la pantalla y que el público que la va a escuchar por la
radio se la imagina así, esplendorosa, ágil, despreciativa del pasado.
Toda la película es una especie de "Tiempos
modernos" con historia de amor redentor. Una lección muda muy elocuente —y
cargada de una música a la que no falta ni sobra un compás— de arte dramático y
puesta en escena imborrable, como la bobina que él salva del fuego que ha
provocado.
Y este cine forum, ¿para qué? Porque ya estoy hasta las
narices de la expresión —cuya pobreza intelectual sólo es parangonable con el
detritus en el que sobrenada esta sociedad de masas que tanto asustaba a
Ortega— "el mundo ha cambiado y tienes que adaptarte", debidamente
aderezado con esa letanía de santón profano que es "¡estamos en el siglo
XXI!". La utilizan mucho, obsesivamente, los cruzados del arcoiris, que al
parecer lo han patentado para su uso y disfrute. Se trata de meternos a
empujones en el aula de la nueva ortodoxia, en la que todos hemos de recitar la
nueva lista de los reyes godos, ésa que se puede resumir en "le darás la
vuelta a todo lo que has conocido porque estamos en un mundo nuevo".
El de Karina me gustaba más, ¿qué le voy a hacer?
En la escena que he referido, el guionista, atendiendo a los
requerimientos de unos tiempos en que la película físicamente considerada era
oro, sitúa a la pareja masculina —el pretérito— comiendo en la mesa de al lado,
de espaldas a su antigua amiga, pupila, admiradora y amante en ciernes. El
conflicto está ahí, en el cambio de época. Pero el amor lo vence todo —estamos
en el cine— y tras múltiples peripecias, ella comprende que hay un hilo
continuo —esta vez es el claqué, magnífico homenaje final a Fred Astaire y
Ginger Rogers— que pasa por encima del tiempo, y es el arte entendido no como
objeto científico sino como la emoción que une a la Humanidad con su único
sentido cósmico: la creación.
Mi mecánico es un hombre cordial, entrado en años, más
grueso que canijo, usa unas gafas anacrónicas de montura negra —aunque ahora vintages, seguramente—. Trabaja de sol a
sol en esa cara oscura de los coches que son los bajos y los motores. Ha
perdido recientemente a su mujer en cuestión de semanas, después de una vida
juntos y felices. Su hija se le va lejos, a trabajar. Se queda solo. No
entiende de ordenadores, pero es un genio de las bielas (por cierto, como el
padre de Steve Jobs, el de Aple). Nunca le he visto enojado. Le gusta
especialmente "la 10-12" (no es la habitación de un puticlub, sino la
llave que más tornillos afloja). El otro día me dijo lo siguiente: "Yo
nunca paso de 80-90. Mi hija me echa unas broncas tremendas, me dice que soy un
viejo. Yo le digo que sí, que soy viejo. ¡Pero no caduco!".
Pues eso, un artista de la vida.
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